28 de diciembre de 2013

Verde desesperanza

Por Soledad Cadena

(Encuentra éste y otros relatos en Universo de libros y Diversidad Literaria).

Un día, el Verde decidió marcharse definitivamente; lo hizo a la vista de todos, pero estaban muy ocupados para notarlo, aunque les hubiera dado la oportunidad de echarlo de menos, empezando a partir poco a poco.
Primero, decidió retirarse de las plantas que a manera de accesorio, adornaban las oficinas y salas de los hogares. Quienes lo notaron hicieron caso omiso, pensando que simplemente  se habrían secado por efecto del clima y que pronto reverdecerían. El vértigo de la vida diaria no da tiempo para ocuparse de esas insignificancias.
Viendo que eso no era suficiente para llamar la atención, optó por abandonar los pocos árboles que aún existían; al parecer, logró el efecto contrario, pues a quienes lo notaron les pareció un hermoso espectáculo de la naturaleza ver  los árboles revestidos de gris. 
A pesar de estas derrotas, el Verde no se dio por vencido. Pensó que tal vez si se retiraba de las pocas montañas vírgenes que rodeaban la ciudad, lograría el efecto deseado; con dolor se despidió de ellas y una mañana de domingo, buscando la mayor cantidad de espectadores posible, se replegó lo más que pudo, se escondió en una pequeña gruta lejana y esperó ansioso la reacción de los ciudadanos. Pero las horas pasaban y muy pocas personas comentaban el extraño fenómeno:
-       “¿Las montañas se ven grisáceas, no le parece vecina?”
-       “Es verdad, no lo había notado; ¿será por efecto del calor que hace por estos días?”
-       “Sí, debe ser, ¿No escuchó usted algo sobre unos árboles grises? Es por lo mismo.
Eso fue todo.
El Verde pasó una noche terrible acurrucado en su gruta, su noble ego herido, pensando en el paso definitivo que iba a dar. Redactó una nota para la Asociación de Colores del Arcoíris donde daba cuenta de su retiro del colectivo.
A la mañana siguiente, el Verde había desaparecido de toda verdura y legumbre que estuviera destinada a esa comunidad. Pero, lamentablemente para él, el  inusual fenómeno fue explicado por estudiosos que no sabían y aceptado por  habitantes que no entendían.
Estaba decidido. Ese fue el último día que le verían allí. Recogió sus pocos vestigios alojados en jardines, campos de fútbol y separadores de avenidas y se refugió en la gruta.
Así fueron pasando los días; poco a poco la falta de Verde comenzó a hacer mella en la vida perfecta de los habitantes; las verduras y legumbres llegaban todos los días a los mercados, sólo que ahora eran grises; las autoridades ambientales y de salubridad recomendaban no consumirlas. Para contrarrestar tal situación, se optó por importar dichos alimentos, pero extrañamente, tan pronto llegaban a los mercados, adquirían el desagradable color gris.
El calor cedía y la temporada de lluvias se avecinada; la comunidad confiaba en que todo reverdecería, pero no fue así; a pesar de los aguaceros, árboles, montañas y alimentos seguían siendo grises. Los informes, estudios y noticas al respecto eran escuchados atentamente, con la esperanza de entender qué estaba pasando y sobre todo, cuándo se solucionaría.
Se alzaban voces a favor y en contra de cualquier argumento: algunos culpaban abiertamente a los fabricantes de fertilizantes, herbicidas, fungicidas, plaguicidas, etc. Otros, hablaban de castigo divino y por enésima vez, del fin del mundo. Los más osados, defendían la tesis de posibles invasiones alienígenas, no así los estudiosos, quienes aseguraban  que todo se debía a los efectos del cambio climático. Fue en ese punto cuando se hizo necesario hacer venir a  los Mamos de la Sierra para que haciendo uso de su sabiduría milenaria, invocaran al Verde y le pidieran que regresara.
¡Qué soberana majestad la de estos ancianos! Les bastó con ver el imperio del gris reinante para saber lo que pasaba. De inmediato, pidieron convocar a la comunidad en sus plazas centrales esa misma noche, mientras ellos, poseedores de todos los secretos de la Madre Naturaleza y conocedores de su lenguaje sagrado, se encargarían de hablar con el Verde.
No les fue difícil encontrarlo; él quería ser descubierto. ¡Qué felicidad sintió al recibirlos! Tembloroso, como un niño asustado y bañado en llanto, les refirió todas sus tristezas acumuladas durante años de olvido; cómo lo habían desplazado cada vez más, en aras de su civilización de hierro y concreto.
Entonces, la comunidad expectante al abrigo de la noche, fue testigo del espectáculo más hermoso que hubiese podido ver mortal alguno: ni los rayos del Sol despiden tal claridad y belleza como la que despedían los rayos del Verde aquella noche mágica. Una sinfonía, una gradación de tonos verdes inundó el cielo, bañó la tierra y lo regó todo. Por espacio de un minuto, el Verde se mostró en su real magnitud, pleno, rebosante, feliz.
Los ciudadanos casi no pudieron dormir esperando que llegara la mañana para ver cumplida la promesa que el Verde había hecho a los Mamos.

Por su parte, el Verde aún espera pacientemente ver cumplida la promesa de  los ciudadanos. 

24 de diciembre de 2013

El regalo no prometido

Es navidad. Se supone que en un par de horas algo mágico debe pasar, pero ya no estoy tan segura. Voy, como todos los años camino a la casa materna. ¡Pobre casa, que naciste decrépita y desvalijada y apenas ahora, después de tanto tiempo, comienzas a parecer una casa!Ya presentías las batallas desiguales que se avecinaban, de las que ibas a ser el campo. Los oídos de tus paredes siempre fueron sordos y más ahora que ostentas victoriosa una capa de pañete. 

Pero es navidad y estás hermosa, aún con el esperpento de sombrero que don Pedro, el constructor de marras, tan ingeniosamente instaló en tu cabeza . Y esta noche estarás llena, tan llena como siempre, o más que siempre. La familia ha seguido creciendo. Creced y multiplicaos es el mandato y pocos han querido desatar la ira divina. 

Es navidad y como de costumbre la madre con sus múltiples cansancios acumulados, no dormirá esta noche. Velará. Vigilará. Sus adultos bebés beben y beben y vuelven a beber. (Jajaja, los mismos chistes flojos a propósito del villancico). Y ella, tan solícita, preguntará una y mil veces si este ya cenó, si el otro ya se bañó, si el de más allá ya llegó, si aquél quiere ésto o lo otro y sus ojitos todavía verdes brillarán cuando los nietos destapen los regalos. Y se quedará mirando extasiada y feliz, mi bella niña de sesenta años, mi blancuras, mientras sigue esperando en secreto ser ella quien destape los regalos.   

19 de diciembre de 2013

Juegos de barro

Por Soledad Cadena

Te pusiste a llorar torrencialmente, como buscando generar un segundo diluvio universal y apenas inundaste un par de calles, arrastrando algunas casas. 
Frustrado, lanzaste electrizantes improperios que terminaron cercenando  los desvalidos brazos de los árboles. 
Sacudiste la túnica de nubes viejas, desatando un polvillo sucio y milenario que cubrió de gris las montañas. 
Somos tu lado oscuro, viejecillo, y nada de eso te alcanza, doctor Jeckyll, doctor Frankestein. ¿Acaso pretendes borrar de un solo tajo tu incontinencia creadora con meras bravuconadas? ¿A quién le pedirás consejo ahora? Ahora que agotaste el omni de tu potencia, ahora que perdiste el omni de tu presencia, ahora que olvidaste el omni de tu sapiencia...
Hitler podría ilustrarte sobre exterminio masivo, si quisieras.

Debes reconocerlo: tu creación se te salió de las manos hace tiempo. Cansado del juego, quisiste abandonarlo pero, ¡oh sorpresa!: no hay nadie a quien ceder el turno, nadie más lanza tus dados, nadie más mueve tus fichas, nadie sacará por ti un conejo de un sombrero de gran copa ¿Creíste en el sofisma de las tres personas? Pues no, no estás soñando. No sirve de nada que te concedas cinco siglos más de sueño, que apagues tu despertador, gires sobre tu cama y te arropes dándonos la espalda. Tú te metiste, tú te sales. Punto.

Hace siglos te pareció muy divertido y fácil. Imaginar verdes sinuosidades y llamarlas montañas; un chasquido de tus mágicos dedos y hacer aparecer un mar por aquí, la luna con sus caras por allá, el sol de camaleónicos reflejos naranja, rojo o amarillo, oculto más allá; tu pincelada oscura y fue la noche, tu pincelada alba y se hizo el día. Cardar un tanto tus cabellos blancos para arrojar así manotadas de nieve y con un parpadeo escurridizo, dejar brotar el agua. ¡Qué maravillas Señor, qué maravillas!

¡Pero tenías que jugar con barro!... ¿por qué tuviste que jugar con barro? ¿Acaso aún no comprendes que el barro es tu manzana?

7 de diciembre de 2013

Cuatro décadas

Capítulo I. Retrato familiar.

Por Mary Zamora
Una niña delgada y pálida, está sentada justo al borde de una viga de concreto. Es 1987 y ella tendrá a lo sumo 10 años. Toda su vida, como la de aquel viejo desafortunado de la historia de Hemingway, parece reposar en sus ojos. En el balanceo de los pies descalzos la acompaña su hermano, algo menor que ella. Hace frío, mucho frio. Vientos cruzados que arrastran tras de sí palabras muertas mezcladas con las últimas gotas de un furioso aguacero. No en vano Bogotá es conocida como “la nevera”. Situada en el centro del país, rodeada de montañas gigantes e indefensas, la bella ciudad gris recibe a los viajeros con un soplo de frío como una bofetada.
Los pequeños sostienen en sus manos agarrotadas algo parecido a un plato de sopa: es una mísera mezcla de agua, harina, sal y un poco de manteca. ¡Pero está delicioso! El hambre no tiene cara de perro, como dicen por ahí. El hambre tiene el mágico poder de transformar cualquier bocado, por insignificante que sea, en un manjar.
Más allá, doña Rosa, la madre que parece no terminar de estar embarazada, camina encorvada y en silencio, un trapo sucio amarrado en la cabeza  para protegerse del frío. Al fondo don Pablo, el padrastro de la niña, parece no terminar de estar ebrio. Es delgado, le acompaña un tufillo inagotable y  las palabras soeces escapan asustadas de su boca.
Lo mejor es apurarse y volver a trabajar. Están construyendo la casa. Para ello, debieron invadir el lote contiguo, propiedad de un vecino e improvisar allí una casucha. Adentro, otros dos pequeños lloran. Parece que no terminan de estar enfermos. Que si la fiebre, que si la diarrea, que si serán los dientes, que eso debe ser una infección, mi señora. En fin.
Sol tenía ocho años de edad, cuando el  tío Eufrasio, hermano de su madre, le  regaló todos los útiles y uniformes necesarios para comenzar a estudiar. La escuela Distrital Los Almendros quedaba a media cuadra. Le compró cuadernos de “Los Pitufos”, con hojas blancas y hermosas; eran un lujo en medio de la miseria. Casi un insulto.
En los años sucesivos, las cosas cambiaron. El tío benefactor tuvo sus propios hijos, sus obligaciones. No más cuadernos finos. Para cursar su segundo grado,  armada con toda la inocencia de una niña de 11 años, tocó cada puerta del humilde barrio y pidió “una ayudita, por favor, para comprar mis cuadernos. Es que quiero estudiar y mi mamá no tiene plata para comprármelos”.
Todo indica que le fue bien, pues no sólo compró los suyos, sino los de su hermano. Claro, no eran de “Los Pitufos”. Eran de pastas marrón y hojas amarillas. Pronto descubrió que en ellos se aprendía mejor que en los otros. Había que poner más atención al leer, no fuera que el amarillo terminara tragándose el negro de las palabras. Para el año siguiente, le había pedido a sus compañeros de clase que le regalaran sus cuadernos viejos. Arrancó las hojas limpias que aún quedaban, las legajó y así obtuvo nuevos cuadernos. Además, la profe Liliana Mendieta, se había inventado una manera de educar a los niños que desperdiciaban hojas: tenían que llevar un cuaderno como castigo. Adivinen para quien.
Por esa época, la señora Emilia, una de las vecinas, se cambió de barrio. Vino a despedirse trayendo consigo una enorme caja de cartón: “Estos libros eran de mis hijos, ya no los necesitan, si los quiere, doña Rosa, se los regalo”.
Señora Emilia, donde quiera que esté, sepa que todas las veces que su conciencia pura no la dejaba sentarse a la mesa porque sabía que frente a su casa cuatro niños (que luego fueron seis y luego ocho y que podrían haber sido diez o más), engañaban el hambre con harina y sal, y entonces usted iba, toda compasiva y dulce, llevando leche y pan y a veces huevos,  todas esas veces juntas no se comparan con el regalo que llevó aquella última vez.

A partir de entonces, la niña no era vista de otro modo, sino con un libro. “Parece que viviera en otro mundo”, decían. “Suelte ese libro y venga y me ayuda”. Si hubieran sido campos de trigo o cebada, los habría asolado. Leía con avidez, casi atacando las páginas. El diccionario siempre a la mano. A los 11 o 12 años no conoces muchas palabras. A los 13 años, Sol conocía demasiadas. 

4 de diciembre de 2013

Media Hora

7:30. Llueve. Un furioso ejército de gotas encuentra la muerte en manos de su enemigo, el cristal. Me pregunto qué sentirán al morir así, desintegradas, unas sobre otras. Son como sangre transparente, límpida, impoluta.  Resbalan. Caen. Mueren.  

La gente, temerosa de la lluvia, corre a resguardarse. Una valiente anciana, camina lentamente por la plaza. Cree conjurar la furia de aquella tempestad con su paraguas. Ridículo artificio es el paraguas. La lluvia ahoga los sonidos. Los digiere y devuelve deformados. La escucho lamentar sus múltiples bajas. ¿Qué voy a hacer con mi vida?, me pregunto entonces, como si aún fuera una adolescente. Nada. Nada porque llueve. Nada mientras llueve (creo que así se llama una novela de Soto Aparicio, “Mientras llueve”).

Las ventanas de los apartamentos deshonrosamente diminutos semejan fauces muertas. Algunos ostentan una débil luz. Otros continúan agazapados en la penumbra. ¡Corran, corran porque se mojan, huyan de la lluvia! ¿Qué voy a hacer con mi vida, Dios mío? Pensar. Escribir. Trabajar.  Amar. Pienso en él. Él, sus manos. Él, sus labios. Él, su lengua. La depresión de su espalda es una duna suave y uniforme donde me deslizaría feliz. ¡Corran, la tempestad arrecia! Olvidé ponerle agua frescas a mis periquillos. 

Las aves, hermosas aves, frágiles, delicadas y sutiles. ¿Quién sentiría temor de ellas? Un día, abrí la puerta de su jaula y los insté a salir pero no lo comprendieron. Bueno, al menos el encierro no afecta en nada su envidiable vida sexual.  ¿Qué voy a hacer con mi vida? Si me dan una vida debería saber qué hacer con ella. Alguien, en algún negocio, acaba de hacer algo horroroso: le ha subido el volumen a una especie de pseudo música. Una espantosa letra me hace pensar que defecar es un acto más sublime que el mismo acto sexual que allí se describe. Eso es jurisprudencia del Senador Gerlein: excremental, sucio. (Si hace clic sobre la palabra gerlein, sabrá de quién diablos le estoy hablando)

¿En qué iba? Ah, sí. Ya lo recuerdo. Las aves, curiosos animalillos. Un pajarraco asiste todos los días a un duelo consigo mismo ante el vidrio espejo de un tercer piso en una de las casas de mi barrio. Pelea cual gallo fino pero el otro le devuelve los mismos embates, las mismas pintas, los mismos picotazos. Tal vez algún día se canse y declare un empate.

8:00 en punto. ¡Cuántas cosas han pasado en media hora!

A SALVO

Por Mary Zamora

Texto Seleccionado por la Revista Literaria Túnel de Letras  para formar parte de su Segunda Edición.

Cada vez que alguien le preguntaba con fingido interés por qué era así, no tenía más remedio que contestar con fingida cordialidad que no lo sabía.
El señor Big era un hombre grande, colosal, pero estaba asustado. Diríase que algo así es imposible, que un hombre como él puede infundir temor, pero nunca sentirlo. Ése no era su caso. Él sentía temor. Todas esas pequeñas personas a su alrededor, como diminutas ratas sonrientes ante un pedazo de queso le causaban horror. Creía que en cualquier momento saltarían sobre él para engullirlo y que su fuerza, tan descomunal como él mismo de nada serviría ante tal embestida.
Por otra parte, el señor Big era demasiado noble. Sabía que no le haría daño a ninguno de sus potenciales agresores. Alma de ángel en cuerpo de gladiador. Tal era la ironía de su vida.
Al principio buscó la manera de permanecer oculto. Pero pronto descubrió que no hay nada más difícil que ocultar a un gran hombre.
Luego, pensó que lo mejor sería trabajar como muchos otros de su “especie” en algún circo. Esto le trajo una suerte de felicidad momentánea; conoció a otras personas a quienes el destino, el azar, o tal vez el capricho de algún Dios ebrio, engalanó con cualidades poco comunes.
Durante algún tiempo estuvo así, hasta que una tarde de sábado, no pudiendo soportar más el morbo en la mirada de los adultos y la irritante curiosidad en los ojos de los niños, en plena función irrumpió en un llanto tan colosal, en unos lamentos tan fuertes sazonados con suspiros de cíclope, que estuvo a punto de echar la carpa abajo. De más está decir que fue despedido.
Y ahí estaba de nuevo, sin saber qué hacer, el alma golpeada, el orgullo herido (porque “nosotros” también tenemos alma y orgullo, - se decía-).
Se encontraba en medio de estas cavilaciones, experimentando otra vez el estremecimiento de sentirse observado, escrutado, desnudado por miles de ojos ávidos de novedad, cuando su vista se posó en un aviso: “Museo Extraordinario”.
No sin dificultad, pudo ingresar. Jugó a ser un visitante más y procuró comportarse como tal. Haciendo acopio de toda su naturalidad, ignoró las miradas, no escuchó (o no quiso escuchar) los murmullos a su alrededor, no se percató de que todas las piezas extraordinarias que exhibía el museo eran, por decirlo de alguna manera, opacadas por él mismo. Prestó atención al guía y hasta se atrevió a hacer preguntas sobre tal o cual obra.
Por alguna razón, el señor Big se sentía a salvo en ese lugar. Se le ocurrió que podría ser una pieza de museo; que los visitantes le observarían con respeto, casi con veneración. Entonces, usando una excusa superflua, pidió ser llevado ante al administrador del lugar. Haciendo gala de sus mejores dotes de vendedor, le expuso su idea. El administrador estaba encantado pero no se lo dejó saber de inmediato a nuestro hombre. Esgrimió algunos argumentos insulsos que el otro escuchó y rebatió pacientemente.
Lo demás fue sencillo. El administrador se encargaría de inventar una historia creíble; pensaba en anunciar la nueva adquisición como una estatua de cera de tamaño natural fabricada por un reconocido artista plástico exclusivamente para su Museo, de un hombre legendario que habría habitado algún país europeo a principios de siglo.
Por su parte, el señor Big se mudaría al Museo y aprendería el arte de permanecer perfectamente quieto y rígido durante horas, lo cual no le fue difícil: su fuerza de voluntad era directamente proporcional a su tamaño.

No está de más decir que dicho museo adquirió fama mundial, máxime cuando comenzaron a circular rumores de que el gran hombre de cera había sido observado por muchos visitantes del lugar días antes de que apareciera exhibido como una pieza. 
A SALVO - (c) - MARISELLA ZAMORA

24 de noviembre de 2013

Proteico

Por Soledad Cadena

Un cuerpo inerte colgado de un gancho. Varios cuerpos inertes colgados en ganchos. Cuerpos de ave, res o cerdo.  Vísceras tomando el sol en las más absurdas posiciones. Pezuñas. Cabezas. Cadáveres cuyas inminentes sepulturas tienen forma de estómago. Expelen un olor que indica que algo está mal. Un olor ignorado. Los veo mientras el colectivo en el que voy camino a casa se detiene ante el cambio de semáforo. Los observo el tiempo suficiente como para verme allí, desnuda, despellejada, colgada por mis extremidades inferiores o por mi abdomen. Una larga cuchillada hizo una zanja en mi cuerpo rosa pálido. Llega un comprador y se antoja de un trozo de mis piernas. Otro quiere mis muslos. Otro más escabroso prefiere las vísceras. Me tazan, me pesan, me venden por libras. Como para defenderme, intento explicar que sólo soy un cuerpo muerto que pronto se pudrirá y lo que es  peor, dentro de ellos. Pero no me escuchan. El semáforo cambia. El colectivo arranca. Toco aliviada mis suaves piernas intactas mientras pienso en todos esos otros animales que no pudieron escapar a su destino cuando iban camino al matadero dentro de un camión. Pienso en su angustia, en su desespero, en su hora fatídica. ¿Cómo serán “sacrificados”? ¿Qué significa eso?  ¿Quién necesita el sacrificio de su carne?

Pero mi disertación moral dura apenas lo que tarde en freírse un trozo, la proteína que ingeriré con mi almuerzo.  

21 de noviembre de 2013

Amor baldío


Por Soledad Cadena

En el abanico del dolor existe uno que difícilmente podrá ser superado y es el que siente una  madre ante el odio, el desprecio o el rechazo de un hijo. Se engañan aquellas que piensan que no hay mayor dolor al que sintieron en el momento de dar a luz. El dolor mayor se experimenta cuando esa luz se vuelve y se alza contra ti con toda la fuerza y magnificencia de sus 16 años. Lo ideal sería, para no enceguecerse, adoptar la postura de la madre cómoda, la facilista, la que teme ver la ira reflejada en el rostro de su hijo porque sabe que seguramente sucumbirá y prefiere entonces no desairarle, la que se jura la mejor amiga a punta de permisividad malsana, la que oculta tras la máscara de la comprensión su total incapacidad para afrontar como corresponde, los problemas que carga el joven que adolece de un criterio formado. Por no ser ese tipo de madre alcahueta, irresponsable, mediocre, hoy debo enfrentar una vez más el golpe silencioso del desayuno inalterado en la mesa al que observo con la interrogación grabada en el rostro, el mismo desayuno que parece responderme apenado: “Lo siento señora, hoy tampoco quiso”. Por no ser la madre que facilita la debacle de una vida promisoria, hoy me enfrento al silencio de la puerta cerrada, la puerta que pretende ponerle límites al amor, la puerta crispada como un puño que apenas se abre tímidamente cuando no siente mi presencia. Por no ser esa madre, falsa mejor amiga, hoy siento el filo certero del monosílabo que sale de su boca arrastrando las dos únicas letras con dificultad. Por no ser otra de tantas madres que prefiere ahorrarse discusiones, hoy camino a su lado mirando de reojo para captar cualquier señal de amistad, camino a su lado pegando los brazos al cuerpo para que no se me escapen y se conviertan en otro abrazo rechazado, camino a su lado apretando los labios para no evidenciar con palabras mi mendicidad de afecto. Y ya de regreso en casa no puedo evitar preguntarme a quien le hace bien o a quien le hace falta todo mi amor. Todo mi  amor de madre. 

9 de noviembre de 2013

Mil personajes en busca de lector

Por Soledad Cadena

Texto seleccionado para aparecer en la Antología del 
II Concurso de microrrelatos de temática libre "Pluma, tinta y papel" del portal DIVERSIDAD LITERARIA

"El día de la rebelión había llegado. Aprovechando la poca afluencia en la biblioteca, llevaron a cabo el plan convenido: cambiar papeles. Los lectores lo notaron de inmediato cuando no encontraron a Aureliano Buendía en Macondo, sino como escudero de don Quijote. Revisaron otras obras, hallando toda suerte de cambios absurdos. Por curiosidad, mucha gente empezó a leer. Mucha, volvió a leer."

8 de noviembre de 2013

Circunvalación

Por Mary Zamora


Caminan de prisa, no sea que sus miedos los alcancen. Miran por encima del hombro, de soslayo, y se encuentran con que esos mismos temores que les impelen a correr, se reflejan en los ojos de los otros. Sí, de los otros, de todos los otros, de todas esas tediosas vidas marchitándose. Temen a la soledad, a la vejez, a la muerte, a la enfermedad, a la infidelidad. Temen.

Entonces se escudan tras el ruido y la banalidad. Suben y suben el volumen por que no quieren oír. Gastan y malgastan sin medida. Ahí están: puedes verlos en los centros comerciales, asistiendo a su propia parodia. Entran al lujoso almacén de la costosa ropa ridícula. Entran al finísimo restaurante de comida insípida. Pagan con su último saldo de dignidad en efectivo un taxi para regresar a casa. Pero al cruzar la puerta, la máscara cae estrepitosamente. El innecesario juguete nuevo para el hijo, con suerte irá a parar al sofá. La inútil crema antiarrugas con ácido hialurónico reposará por un tiempo indeterminado sobre el tocador. Ya en la cama, agotados los temas triviales con cada cambio de canal, hay que tomar una decisión trascendental: fingir cansancio o fingir deseo. Optan entonces por el sexo cansado. A la mañana siguiente, vuelven a caminar de prisa para que sus temores no los alcancen. 

2 de noviembre de 2013

PLAGIADOS

Por Mary Zamora

(Encuentra éste y otros relatos en Universo de libros y Diversidad Literaria).

Lo encontré una  tarde lluviosa, tirado a la orilla de una carretera poco transitada. Tan pronto lo vi, supe que no pertenecía a nuestra realidad, que había sido arrojado en este mundo inhóspito y desconocido para él, cuando aún le quedaba mucho tiempo por vivir.
Aún en el lamentable estado en que se encontraba, era un hombre hermoso. Reunía, para mí, todas las perfecciones masculinas posibles. Como pude, lo auxilié. Lo subí a mi auto y lo conduje rápidamente al primer hospital que hallé en el camino. Luego, como no tuviere a dónde ir, lo llevé a mi casa y me encargué de cuidarlo. Una vez  se sintió mejor, me relató su historia: en efecto, era un personaje arrojado de la forma más vil fuera del mundo en el que había sido creado. Su autora, una escritora mediocre de novelas rosa, no hallando argumentos suficientes para que continuara con vida, había preferido inventarle un burdo accidente de tránsito y sacarlo de escena. También me confirmó lo que yo ya sospechaba: si se quedaba en este mundo ajeno, viviría muy poco. Le era forzoso volver a su realidad. Sin pérdida de tiempo, compré la novela a la cual hasta hace poco había pertenecido. La leí varias veces y comencé mi trabajo. Mi idea era cambiar el argumento y darle cabida al personaje rescatado. Trabajé en ello toda una noche, reescribiendo mi historia ajena, y a la madrugada, lo había logrado: el bello intérprete renacía en las páginas de la nueva versión que escribí. Cuando me retiré a descansar y quise comprobar si aún dormía, tuve que conformarme con el delicioso olor a sándalo con que dejó impregnada la cama. Al día siguiente, fui a la oficina de mi editor y le entregué aquellas páginas recién concebidas, frescas de tinta y emoción.
Pudo haber terminado allí. Pudo haberse tratado sólo de una anécdota fantástica. Pero al cabo de un par de meses, apareció ella, la autora original, la señora X. Mi editor me llamó un tanto contrariado, diciéndome que aunque no me creía capaz de cometer plagio, había recibido ésa misma mañana la visita de la señora X, reconocida escritora quien, muy enojada, había expuesto sus argumentos para asegurar que mi última novela no era más que un plagio descarado de la suya y que por ello, había instaurado una demanda en mi contra.
Tuve entonces que acudir a los tribunales. Traté por todos los medios de explicarles que, en efecto, se trataba de un caso atípico, pero que la señora X ya le había dado muerte a su personaje cuando yo lo hallé en la carretera.
Ella a su vez argumentaba que si bien había decidido que lo mejor en ese momento era que él muriera, al permanecer con vida le seguía perteneciendo. Que lo más ético de mi parte habría sido buscarla y devolverle a su hombre y no apropiármelo, como había hecho.
La suerte no estuvo de mi parte. Pasé 2 largos años en prisión, tiempo suficiente para fraguar mi revancha. Leí toda la obra de la señora X, informándome además sobre su vida y hábitos.
Cuando finalmente salí del penal, me dirigí de inmediato donde mi antiguo editor. Le llevaba el producto de 2 años de trabajo. Accedió a publicarme, no sin reticencias, al cabo de algunos días.
En síntesis, mi nueva novela versaba sobre una mediocre escritora de novelas rosa que un buen día, sin tener ya nada más qué decir, comienza a plagiar la obra de un colega, robándole sus personajes. El escritor afectado decide demandarla y ésta,  finalmente es llevada a la cárcel.
La crítica fue benévola y las ventas se movieron de manera aceptable, así que decidí marcharme por un tiempo y tomar las vacaciones tantas veces aplazadas. Cuando regresé, quise saber de la señora X y lo hice visitándola directamente en el penal. Ahora ella es mi personaje. Cuando cumpla 2 años recluida, veré que giro darle a la historia (si es que ella no está escribiendo ya sobre mí, si es que ella no es quien me dicta lo que ahora escribo.)


PLAGIADOS - (c) - MARISELLA ZAMORA

25 de octubre de 2013

UN AMOR IMAGINARIO

Por Soledad Cadena

(Encuentra éste y otros relatos en Universo de libros y Diversidad Literaria).

La primera vez que la vi  (o la volví a ver, o la inventé, o la soñé, ya no tengo certeza de ello), fue la noche del 24 de Diciembre de 2000, en una humilde iglesia de barrio. No necesité nada más. De inmediato supe todo lo que tenía que saber: la historia de su vida se instaló en mi mente como si ella misma me la hubiera contado. Por eso, cuando terminó el oficio religioso, al cual ya no presté la más mínima atención, me dirigí hacia ella, la abracé, intenté besarla, le reproché su abandono, le dije que la amaba. Ella, pobrecilla, gritaba asustada. No recordaba que me conocía. Vinieron algunas personas en su auxilio, pidiéndome que la dejara en paz. Yo intenté explicarles que aunque ella no lo recordaba, nos conocíamos de toda la vida. Ella lo negaba. Sollozaba. Me miraba con terror. Algunos hombres me tomaron por los brazos y me llevaron fuera. Me amenazaron. Yo gritaba. Contaba detalles de nuestra vida juntos. Ella, mi hermosa, estaba cada vez más aterrada. Evidentemente, lo que yo decía era cierto. La muchedumbre la interroga. Ella decía que sí, pero que no me conocía, que jamás me había visto en su vida. ¿Por qué, hermosa? Aún no puedo entenderlo. Intenté zafarme, maldije, lancé golpes a diestra y siniestra. No supe más. Cuando desperté estaba en una celda. Consciente de la gravedad de la situación, eché mano de toda mi diplomacia y pedí hablar con un superior. Me explicaron que había protagonizado un escándalo en la iglesia, que había incomodado a una mujer al confundirla con otra, y que había golpeado salvajemente a unos hombres que intentaron ayudarla. Como no tenía antecedentes, saldría cumplidas 72 horas. Asentí. No podía hacer nada más. Mi calvario había comenzado”

Máximo estaba sentado en su banquillo del jardín. Tendría, a lo sumo,  unos 60 años. Sus ojos parecían haber sido hurtados a una noche sin luna. Llevaba internado en el Centro de Recuperación La Posada, casi  10 años. La doctora Piedad Rojas, directora del psiquiátrico, me explicó que lo único que lo tornaba violento era que intentaran leer “su obra”.
Días antes, yo había concertado una cita telefónica para visitar el lugar. Le dije a la doctora Piedad que me interesaba escribir una crónica sobre un hombre que había sido internado  allí hacía varios años. Me refería a Máximo. Conocí su historia por accidente, al leer en un viejo ejemplar de El Espectador una nota sobre un novel escritor desquiciado que andaba en busca de una mujer que, al parecer, no era más que el personaje de uno de sus cuentos. Tras largos días de investigación, supe que Máximo había protagonizado varios episodios en los que abordaba mujeres argumentando conocerlas de toda la vida. La situación, según Julia, la única de sus hermanas que aún vive en un barrio al sur de Bogotá, se hizo insostenible y por ello decidieron que lo mejor era internarlo. Cuando le pregunté si visitaba a su hermano en el psiquiátrico, me dijo que tal vez ella misma era uno de los personajes de los cuentos de Máximo; que tal vez, ella tampoco era real. En ese momento pensé que los desequilibrios mentales de Máximo eran de familia.
Sin embargo, la impresión que me dio cuando lo vi, fue la de un hombre absolutamente cuerdo. Eran casi las 3 de la tarde y el calor era insoportable. Me acerqué a su banco con cautela y, como reaccionara amablemente,  me senté a su lado. La doctora Piedad me había recomendado que inicialmente no lo atormentara con preguntas. Que lo mejor era dejarlo hablar si quería. No tuve que esperar mucho. Casi de inmediato, comenzó su soliloquio:
“Mi familia me internó aquí un día caluroso, como hoy: el 13 de Agosto de 2003. Jamás hicieron el más mínimo esfuerzo por entender. Soy escritor, señorita, al igual que usted. ¿Sabe?, me sucedió algo muy extraño. Un día, pesqué una idea maravillosa para una historia de amor. No era mi fuerte, pero la idea era tan sólida, que no lo dudé. Comencé a escribir lo que inicialmente sería un relato, pero fue tal la excitación de mis sentidos, que terminó siendo una novela. Página tras página, la fui recreando a ella, a mi hermosa. Aunque narcisista, debo confesar que me enamoré de mi personaje. Era la mujer idealizada por mi arte. Le di vida señorita, la creé para mí, la arranqué de las páginas de mi obra, pues no concebía que alguien más supiera de ella. Ocurrió de la manera más natural: una noche simplemente, ella, mi hermosa, estaba ahí, en mi habitación, en mi cama, tal y como yo la había inventado. ¿Comprende usted el colmo de mi dicha? El tiempo que viví con ella fue  la época más feliz de mi vida. Pero cometí un error imperdonable: un día, la dejé sola en la casa, es decir, con mi familia. Cuando regresé, ella ya no estaba. Desesperado, la busqué durante días y noches enteras. Mi familia se limitó a decir que no tenían ni idea de quién les estaba hablando. Que yo jamás había vivido en aquella casa con mujer alguna. Desfallecí. La busqué en la novela, pero desgraciadamente para mí, allí tampoco estaba. Todo rastro de ella había desaparecido, como si jamás lo hubiese escrito. Recordé entonces que era una mujer piadosa, así que me dediqué a buscarla en todas las iglesias de la ciudad. Una noche de 24 de diciembre, por fin la encontré. Era ella. No cabía la menor duda. No quise asustarla ni interrumpir sus rezos, así que esperé que acabara la ceremonia…”
Máximo no pudo continuar su relato. Entró en una crisis. Los enfermeros me explicaron que era algo habitual en él: sentarse en el mismo banco, narrarle al viento la misma historia y entrar en crisis.
Durante los días siguientes, dadas mis ocupaciones, no pude volver al Centro, pero ayer, después de casi quince días, recibí la llamada de la doctora Piedad, diciéndome que Máximo había fallecido por cuenta de una complicación renal y que su última voluntad era que “su obra” pasara a manos de la “señorita escritora que  me visitó”.  En un estado de ansiedad, me dirigí al Centro para reclamar mi tesoro. Me entregaron, luego de firmar unos documentos de rigor, una caja de cartón grande y pesada.
Hace un par de días terminé de inspeccionar el material. Absolutamente todas las hojas contienen en mismo relato:

““La primera vez que la vi  (o la volví a ver, o la inventé o la soñé, ya no tengo certeza de ello), fue una noche de 24 de Diciembre en una humilde iglesia de barrio…”
UN AMOR IMAGINARIO - (c) - MARISELLA ZAMORA

21 de octubre de 2013

EGO-LETRAS


Por Soledad Cadena

Te escribo a ti, amigo mío,que leyendo estas líneas insulsas, me observas. ¿Te preguntas acaso quién habita la soledad de mis palabras? Seguramente yo, seguramente tú. Quién lo sabe.

Estás del otro lado, amigo mío, lejano y cercano. Me ayudas a realizar este ejercicio narcisista de escribir por mí para ti. Eres el culpable de la hinchazón de mi ego, lo cual agradezco.

Nos habitamos mutuamente, querido lector anónimo. Te veo. Me ves.

Ves mi rostro cansado de años. Ves que trato de ocultarlos en el pacto secreto con mi almohada:ella se queda con las arrugas noche tras noche, las va acumulando pacientemente y, cuando llegue el momento,(que sólo ella conoce), me las arrojará sin clemencia y amaneceré entonces como un sembradío.

Yo, por mi parte, veo tu cansancio, amable lector.Veo tu tedio, tus ganas de nutrirte de algo más, de alguien más, de verte reflejado en mí. Lamento decirte que tu rutina no sirve a mis propósitos. Para rutinas, me basta con la mía. Debes brindarme algo más, o mejor, debo brindarte algo más. Algo que te llene de asombro, que te arranque por un momento del letargo, que te haga vivir...

¡Tal vez poesía erótica exquisita y sutil; que susurre al oído como canto de brisa recién levantada! ¡O tal vez, fantasiosos cuentos que desborden toda lógica, que carezcan de razón, de una veracidad inconcebible.!
Escribiría para ti los cánones del mundo.
...
Lo lamento amigo mío, lector mío, fecunda fuente de mi ego. Estoy cansada. 

11 de octubre de 2013

Páginas Sociales III

Por Mary Zamora

La gente está celebrando. Yo procuro contagiarme de su euforia colectiva mirándoles por la ventana. Me inspiran ternura: por fin una alegría que los une aunque sea aparentemente, superficialmente. Por lo general, los une la desgracia. Pero hoy no. Hoy los une la alegría. Y digo “los une”, por que por más que lo intento, soy incapaz de salir de mi confortable caparazón de concreto. Mi esposo también está celebrando, como cualquier persona normal, uniéndose en abrazos desconocidos, conversando con vecinos apenas vistos, brindando con copas que en otras circunstancias habrían sido enemigas. Yo no. Seguramente no hago parte de la gente normal que celebra, de la gente normal que se embriaga, de la gente normal que fuma, de la gente normal que ve televisión  y jamás lee libros, de la gente normal…
Poco a poco el estruendo va cediendo paso a la calma, a la soledad. ¡La soledad! ¡Qué feliz me siento habitando en ti! Sigo mirando por la ventana. La gente celebra. Me inspiran lástima: la felicidad que los une durará poco. ¿Qué inventarán entonces para volver a ser felices? Algunos alcanzan a distinguir mi figura. Me miran con asombro. Soy su bicho raro. Seguramente se preguntan por qué no estoy en la calle como ellos, con ellos, dentro de ellos, sobre ellos, qué se yo…
"A lo lejos", como en el inmortal poema de Neruda, "alguien canta. A lo lejos". La gente celebra, aunque ya no los veo por mi ventana. Se marcharon. Ahora soy libre. Ahora puedo salir. Ya no tengo miedo. No me cruzaré con nadie, nadie me mirará como a su bicho raro, nadie me preguntará que necesito, nadie me dirá obscenidades, nadie se burlará en silencio, nadie se burlará descaradamente, soy un fantasma de carne y hueso que nadie ve. Soy feliz. 

7 de octubre de 2013

Páginas sociales II

Por Mary Zamora

Veo la niña con la miseria roja en los labios y la miseria negra en los ojos, ataviada ridículamente: tacones demasiado grandes, ropa demasiado ajustada, parece que debajo de tanto maquillaje aún existe un rostro hermoso, pero se evapora inmediatamente después de que abre su boca de miseria roja para escupir barbaridad y morbosidades.
Veo al adolescente con su cajita de dulces baratos esperando el cambio de semáforo; el niño, el minusválido, el habitante de calle, todos ellos esperan el cambio del semáforo. El vendedor de frutas y el que grita: “Monito, le limpio los vidrios, vea que están sucios” y después, el replegarse sobre los separadores.
Veo la gente “normal” escabullirse, más que caminar, por el centro de la ciudad: afán de compra, afán de transporte, afán de llegar a la cita, afán de hogar con hijos que quedaron sólos, afán de tragos, afán de vida para la que se tiene muy poco tiempo y sin embargo se despilfarra tanto.
Me fijo un poco más y veo la señora que se jura joven poniéndose la ropa de su hija o su hermana menor: ¿En serio no sabe que se ve ridícula? El exceso de grasa abdominal, el exceso de color, el exceso de risa falsa, el exceso de voz cuando habla, el exceso de accesorios brillantes, todo en ella es excesivo, menos la dignidad de envejecer.
Y qué decir del señor: pasea su vista por el entorno, hace un paneo, a veces disimulado, otras, descaradamente; mira, desnuda, morbosea, se solaza, diríase que come con los ojos. ¡Hay tanta carne fresca y rosada! Y él sabe que tiene lo “suyo”.
A veces quisiera hacer algo al respecto. Pero simplemente veo.


5 de octubre de 2013

La bala que no dio en el blanco



Por Mary Zamora


Nunca supo a ciencia cierta cuándo había tomado la decisión de ser poeta; simplemente escuchó el “llamado” a escribir versos, así como muchos otros oyen el llamado a convertirse en curas o monjas o – por qué no – asesinos.
Todos le conocían como el Poeta, aunque su nombre hubiera aparecido innumerables veces en diarios locales y revistas. De edad indefinida, un tanto social y otro tanto apático, iba por ahí creando mundos posibles dentro de este mundo, para sí y para los demás. No era un hombre temerario, pero tampoco rehuía el peligro, así que el día que encontró los panfletos bajo su puerta, pensó que se trataba de una broma pesada.
Y es que, la verdad sea dicha, el Poeta había sabido ganarse el favor popular con la misma facilidad con que se había ganado el rechazo de las botas pantaneras que bajaban de las montañas con su retumbar de miedo; otros pensaban que  muchos inmaculados cuellos de esos que pululan en las oficinas estatales, se sentían incómodos con los versos del Poeta.
Una noche, estando sumergido en un rapto creador, tuvo la visión profética: Melpómene, la musa de la tragedia, le habló de la sórdida asamblea que celebraron los de las botas pantaneras con los de los cuellos inmaculados. Al Poeta no le pareció un tema digno de sus versos. Pensó que la musa estaba ebria, o loca.
Pero a los pocos días todo estaba consumado. Vinieron entonces la indignación nacional por la muerte de un poeta para muchos desconocido, los titulares de prensa, las declaraciones en radio y televisión de vecinos y amigos, las condolencias, las voces exigiendo justicia, en fin, el teatro, la función.
El Poeta asistía a todo aquello desde fuera, como quien ve una película de la que se es el protagonista; sustrajo la bala que le impactó el cráneo y la guardó en el bolsillo de su chaqueta; sintió vergüenza de su muerte que le pareció indigna y ridícula. Melpómene estaba a su lado repitiéndole: “¿Te lo dije o no te lo dije?”
Aunque el asunto pareció ser desplazado por un nuevo suceso de última hora, algo se agitaba en el sentir, algo bullía en el clamor. Los amigos del Poeta habían encontrado la forma de rendirle homenaje: cada mañana, las gentes encontraban bajo sus puertas, no panfletos sombríos, sino versos.
¡Con qué velocidad se replicó la iniciativa! ¡Cuánta sorpresa en el rostro de los violentos!
El hombre que accionó el arma garantizándose un manojo de billetes, pidió hablar con los señores de las botas pantaneras, con los doctores de los cuellos inmaculados; dijo que no soportaba tanta presión, que algunos investigadores comenzaban a vincular su nombre con el crimen. Le respondieron que no se preocupara y efectivamente, no tuvo que preocuparse más. Un par de días después, asistía como espectador-protagonista al estreno de su ópera prima, así como antes lo había hecho el Poeta.
Había llegado la hora de la ineludible verdad: el verdugo se encontraba frente a frente con su víctima. Entonces el Poeta, más vivo que nunca, sacó de su chaqueta la bala que no dio en el blanco y se la entregó a su victimario. Cuando éste la recibió, supo que,como todas, ésa también había sido una bala perdida.

30 de septiembre de 2013

LETARGO


Por la cómoda calle de la resignación
Una mujer deambula
Viendo cómo la vida pasa cerca de allí
Pero ella ni se inmuta.
Y al cruzar la primera esquina de la vejez
—Ahí, por la cuarenta—
Con necedad  se aferra a una pared de cristal:
La hipócrita belleza.
Siente cómo la invade ese hastío de vivir
Muriendo un poco.
Y en un feliz minuto encuentra su verdad
Pero no logra asirla,
Entonces se desploma, pues no soporta el peso
De la desidia.
………………..
…una mujer recorre la misma calle…

Y acaba de doblar la quinta esquina.

21 de septiembre de 2013

"DÍAS DE DUELO"

Por Mary Zamora
(Encuentra éste y otros relatos en Universo de libros y Diversidad Literaria).

Esa mañana, como era habitual, también tuvo la certeza de que empezaría a escribir su obra cumbre; por desgracia, le acompañaba una recurrente sensación de memorias olvidadas, que empeoraba a medida que pasada el día. Sin embargo, estaba dispuesto. Su ínfima pensión no bastaba para cubrir los excéntricos gastos de un escritor, así éste fuera totalmente anónimo, de modo que tras un frugal desayuno y luego de revisar los titulares de prensa, se internó en su estudio.
Sabía que lo más difícil del proceso era plasmar las primeras líneas y para salvar ese escollo, había optado por tomar apuntes de todo cuanto su mente le permitiera crear. Así la hoja blanca, ese fantasma que ahuyenta las palabras, ya no podría sabotear su trabajo.
Entonces escribió: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo…”, pero en este punto se detuvo.
Había que ver la expresión de aquel hombre; era el monumento vivo a la derrota. Acaba de recordar que ésa ya era una obra cumbre, de hecho, una de sus favoritas. Lo atropelló un remolino de recuerdos respecto a la misma y a su autor. Presa del pánico senil que sucedía a estos episodios de memoria oculta, se abalanzó sobre el bello ejemplar sólo para constatar que efectivamente ya había sido escrito.
Horas de llanto, horas de rabia, de impotencia y desesperación fueron preludio de un estado de somnolencia. Mas cuando despertó, como por efecto de una bendición divina, no recordaba nada. Tomó un libro, sirvió café y se abandonó a una nueva embriaguez literaria.
A la mañana siguiente, se sentía otra vez dispuesto. Tras repetir maquinalmente los mismos hábitos, escribió:
Cierta tarde de principios de julio, muy calurosa, un joven abandonó la mísera habitación que tenía alquilada en la calleja de S…”
E igual que antes, la esquiva lucidez mental le mostró en un minuto el mundo que no había creado: furiosamente, arrancó del estante el ejemplar de Dostoievski e hizo la cruel comprobación.
¡Para qué relatar tantas penurias! Basta con decir que le había ocurrido lo mismo con Kafka, Dante, Shakespeare, Víctor Hugo, Poe, Vargas Llosa, Lorca, Hemingway…
Pero una mañana, se despertó especialmente dispuesto. Tanto, que fue a cobrar su pensión, compró algunos víveres y hasta dialogó con los vecinos. Se veía radiante. Tal vez la sensación de recuerdos olvidados le abandonó por unas horas.
Estaba ansioso por comenzar a escribir. Esta vez sí que lo había logrado. Tenía toda la historia perfectamente organizada. No recordaba haber escrito tantos apuntes y mucho menos que los hubiera escondido, así  que encontrarlos fue una total revelación. Esta obra era magistral:
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo…”
Las palabras fluían sobre las hojas. Era un rapto de inspiración increíble para una  jornada muy productiva. Sabiendo que podía retomar la escritura de “su” novela en cualquier momento, decidió retirarse a descansar. ¡Sueño pesado y feliz!
La mañana lo recibió con un fuerte aguacero. Nada mejor que el café. Nada mejor que la prensa. Los titulares anunciaban días de duelo nacional. Un célebre escritor había fallecido.
-       Ni tan célebre; no conozco su obra, se dijo. Y sonrió despectivamente.
Leyó más por curiosidad que por interés. La desagradable sensación de recuerdos recuperados que se atropellan torpemente le invadió todo el cuerpo. La editorial de prensa que causó tal conmoción comenzaba así: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento…”
En efecto, un célebre autor había fallecido y él, un escritor que nunca lo fue, apenas tuvo el  tiempo suficiente para ubicar en la biblioteca “Cien Años de Soledad” y hacer la odiosa comprobación.


DÍAS DE DUELO - (c) - MARISELLA ZAMORA