Por Mary Zamora
(Encuentra éste y otros relatos en Universo de libros y Diversidad Literaria).
Esa mañana, como era habitual, también tuvo la certeza de que empezaría a escribir su obra cumbre; por desgracia, le acompañaba una recurrente sensación de memorias olvidadas, que empeoraba a medida que pasada el día. Sin embargo, estaba dispuesto. Su ínfima pensión no bastaba para cubrir los excéntricos gastos de un escritor, así éste fuera totalmente anónimo, de modo que tras un frugal desayuno y luego de revisar los titulares de prensa, se internó en su estudio.
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Esa mañana, como era habitual, también tuvo la certeza de que empezaría a escribir su obra cumbre; por desgracia, le acompañaba una recurrente sensación de memorias olvidadas, que empeoraba a medida que pasada el día. Sin embargo, estaba dispuesto. Su ínfima pensión no bastaba para cubrir los excéntricos gastos de un escritor, así éste fuera totalmente anónimo, de modo que tras un frugal desayuno y luego de revisar los titulares de prensa, se internó en su estudio.
Sabía
que lo más difícil del proceso era plasmar las primeras líneas y para salvar
ese escollo, había optado por tomar apuntes de todo cuanto su mente le
permitiera crear. Así la hoja blanca, ese fantasma que ahuyenta las palabras, ya
no podría sabotear su trabajo.
Entonces
escribió: “En un lugar de la Mancha, de
cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo…”,
pero en este punto se detuvo.
Había
que ver la expresión de aquel hombre; era el monumento vivo a la derrota. Acaba
de recordar que ésa ya era una obra
cumbre, de hecho, una de sus favoritas. Lo atropelló un remolino de recuerdos
respecto a la misma y a su autor. Presa del pánico senil que sucedía a estos
episodios de memoria oculta, se abalanzó sobre el bello ejemplar sólo para
constatar que efectivamente ya había sido escrito.
Horas
de llanto, horas de rabia, de impotencia y desesperación fueron preludio de un estado
de somnolencia. Mas cuando despertó, como por efecto de una bendición divina, no
recordaba nada. Tomó un libro, sirvió café y se abandonó a una nueva embriaguez
literaria.
A la
mañana siguiente, se sentía otra vez dispuesto. Tras repetir maquinalmente los
mismos hábitos, escribió:
“Cierta tarde de principios de julio, muy
calurosa, un joven abandonó la mísera habitación que tenía alquilada en la
calleja de S…”
E
igual que antes, la esquiva lucidez mental le mostró en un minuto el mundo que
no había creado: furiosamente, arrancó del estante el ejemplar de Dostoievski e
hizo la cruel comprobación.
¡Para
qué relatar tantas penurias! Basta con decir que le había ocurrido lo mismo con
Kafka, Dante, Shakespeare, Víctor Hugo, Poe, Vargas Llosa, Lorca, Hemingway…
Pero
una mañana, se despertó especialmente dispuesto. Tanto, que fue a cobrar su
pensión, compró algunos víveres y hasta dialogó con los vecinos. Se veía radiante.
Tal vez la sensación de recuerdos olvidados le abandonó por unas horas.
Estaba
ansioso por comenzar a escribir. Esta vez sí que lo había logrado. Tenía toda
la historia perfectamente organizada. No recordaba haber escrito tantos apuntes
y mucho menos que los hubiera escondido, así que encontrarlos fue una total revelación.
Esta obra era magistral:
“Muchos años después, frente al pelotón de
fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde
remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo…”
Las
palabras fluían sobre las hojas. Era un rapto de inspiración increíble para
una jornada muy productiva. Sabiendo que
podía retomar la escritura de “su”
novela en cualquier momento, decidió retirarse a descansar. ¡Sueño pesado y
feliz!
La
mañana lo recibió con un fuerte aguacero. Nada mejor que el café. Nada mejor
que la prensa. Los titulares anunciaban días de duelo nacional. Un célebre
escritor había fallecido.
- Ni
tan célebre; no conozco su obra, se dijo. Y sonrió despectivamente.
Leyó
más por curiosidad que por interés. La desagradable sensación de recuerdos
recuperados que se atropellan torpemente le invadió todo el cuerpo. La
editorial de prensa que causó tal conmoción comenzaba así: “Muchos años después, frente al pelotón de
fusilamiento…”
En
efecto, un
célebre autor había fallecido y él, un escritor que nunca lo fue, apenas tuvo
el tiempo suficiente para ubicar en la
biblioteca “Cien Años de Soledad” y
hacer la odiosa comprobación.
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