7 de abril de 2019

EL FAVOR DE DIOS

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—¡No tenías que hacer eso! ¡No tenías que hacerlo! —. El maquillaje se había regado, formando parches grotescos sobre su piel de cincuenta años. La respiración era un jadeo convulso, que se esforzaba en ser cauteloso.


—Está hecho, madre.

—¡Dios mío, esto es horrible! ¿Qué vamos a hacer ahora? 

—Lo mismo que hemos hecho siempre, madre: aguantar—. La calma de su voz tenía algo de artificio. Carecía de aire. 

—Pero, ¿qué hacemos? ¿qué hacemos?—, insistió ella. 

—Cállese, madre. Va a despertar a la niña y sería peor.— En los ojos del joven se leía un cansancio de siglos—. Yo me encargo, usted, váyase a dormir. 

—¿Dormir? ¿En esa cama?

—Claro que no. Vaya con la niña.

—Pero, ¿y tú qué harás ahora? ¡Dios, Dios! ¿Ahora qué piensas hacer? ¿Mañana qué vamos a decir?

—¿Sobre qué? Nadie va a preguntar nada. Ya le dije que yo me encargo.

—¡Claro que sí! La niña va a preguntar. Rosario va a preguntar. 

—Pues usted no sabe nada. Punto.

—¡Pero lo sé, lo sé! Lo ví todo—. Los ojos de la mujer se posaron suplicantes sobre un crucifijo desvalido que yacía colgado en la cabecera de la cama del joven. 

—¿Me escuchó, madre? Usted no sabe nada. Dirá que anoche no vino. Es todo. 

—¡Por Dios, hijo!—, suspiró ella, elevando los ojos húmedos hacia el techo—. Mírate. Ve a lavarte esa cara, esas manos. Ve a cambiarte. No: mejor ponte la pijama. Tienes que dormir, acuéstate ya—. Mientras hablaba, iba y venía por la habitación del joven moviendo cosas, recogiendo ropa, hurgando papeles, ordenando zapatos. Le alcanzó una toalla; luego, una camisa limpia. Él la dejaba hacer, resignado. Con la toalla se estrujó la cara y limpió los surcos blancos que le acartonaban las mejillas. Se miró las manos y se sorprendió de encontrarlas tan viejas. Ya no eran sus manos esbeltas de aprendiz de piano. Eran manos rudas, cuarteadas. Se fijó en las manchas de sangre seca y sintió una sustancia espesa y caliente subiendo desde el estómago. Respiró con fuerza. Solo entonces recobró el sentido de la realidad: faltaba mucho por hacer. 

—Madre, por favor: vaya a dormir. Mañana tiene que ir al despacho y no es bueno que la vean así—. La mujer se había reclinado contra la pared del fondo, las manos entrecruzadas con violencia sobre el regazo. En sus labios se adivinada el ritmo mudo de un rezo. 

—Hágame caso, madre. Y tranquilícese. 

—No tenías que hacer eso —dijo ella. No eres así. No somos así. 

—Él nos hizo así.

—Tampoco fue su culpa. La culpa es toda mía. 

—No volvamos con lo mismo, madre: ya es tarde y tengo que acabar con esto. 

—Lo mejor es entregarse.

—¿Qué? No vuelva a decir eso. Se lo prohíbo. ¿Acaso no es más importante la niña?

—¡Por supuesto! 

—Entonces cálmese ya. La necesito aquí, fuerte, conmigo y con la niña. No más lloriqueos ni lamentaciones. Esto es entre usted y yo, y con el favor de Dios todo va a salir bien.

—Pero, ¿y si preguntan?

—¿No se perdía por semanas, y hasta meses?

—Sí, pero…

—¡Ah, bueno! Madre, míreme. ¡Míreme! Voy a limpiarlo todo. 

—¿Y qué hacemos con él?

—¿Recuerda nuestro viaje a Pedreros? 

—Sí.

—¿Recuerda que me regañó por acercarme demasiado a la Sima del Duende?

—Sí, me acuerdo—contestó la mujer.

—Pues iré a Pedreros, y toda nuestra miseria rodará por ese abismo—. La mujer lo miró en silencio durante algunos minutos. ¡Cuánto había crecido!

—Entonces nos vamos los dos para Pedreros—dijo ella, resuelta. Parecía que la noche se desperezaba, haciéndose menos densa. Sonidos informes delataban la presencia de la ciudad. La mujer se aferró a su hijo, como queriendo devolverlo al vientre. Lloraban. ¡Todo saldrá bien, sí, todo saldrá bien! Desde la puerta de la habitación, la niña los observaba. Bajo el camisón se dibujaban sus pezones juveniles, agitados por el ritmo de una respiración largamente contenida. La hoja de un cuchillo brilló temblorosa en su mano derecha. 

—Entonces nos vamos los tres para Pedreros—dijo. Yo también quiero ver rodar nuestra miseria por el abismo.







2 comentarios:

  1. En la historia: despertó el señor que estaba en la cama? al final

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  2. Es un final abierto, pero creo que este hombre ya no pudo despertar.

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