7 de diciembre de 2013

Cuatro décadas

Capítulo I. Retrato familiar.

Por Mary Zamora
Una niña delgada y pálida, está sentada justo al borde de una viga de concreto. Es 1987 y ella tendrá a lo sumo 10 años. Toda su vida, como la de aquel viejo desafortunado de la historia de Hemingway, parece reposar en sus ojos. En el balanceo de los pies descalzos la acompaña su hermano, algo menor que ella. Hace frío, mucho frio. Vientos cruzados que arrastran tras de sí palabras muertas mezcladas con las últimas gotas de un furioso aguacero. No en vano Bogotá es conocida como “la nevera”. Situada en el centro del país, rodeada de montañas gigantes e indefensas, la bella ciudad gris recibe a los viajeros con un soplo de frío como una bofetada.
Los pequeños sostienen en sus manos agarrotadas algo parecido a un plato de sopa: es una mísera mezcla de agua, harina, sal y un poco de manteca. ¡Pero está delicioso! El hambre no tiene cara de perro, como dicen por ahí. El hambre tiene el mágico poder de transformar cualquier bocado, por insignificante que sea, en un manjar.
Más allá, doña Rosa, la madre que parece no terminar de estar embarazada, camina encorvada y en silencio, un trapo sucio amarrado en la cabeza  para protegerse del frío. Al fondo don Pablo, el padrastro de la niña, parece no terminar de estar ebrio. Es delgado, le acompaña un tufillo inagotable y  las palabras soeces escapan asustadas de su boca.
Lo mejor es apurarse y volver a trabajar. Están construyendo la casa. Para ello, debieron invadir el lote contiguo, propiedad de un vecino e improvisar allí una casucha. Adentro, otros dos pequeños lloran. Parece que no terminan de estar enfermos. Que si la fiebre, que si la diarrea, que si serán los dientes, que eso debe ser una infección, mi señora. En fin.
Sol tenía ocho años de edad, cuando el  tío Eufrasio, hermano de su madre, le  regaló todos los útiles y uniformes necesarios para comenzar a estudiar. La escuela Distrital Los Almendros quedaba a media cuadra. Le compró cuadernos de “Los Pitufos”, con hojas blancas y hermosas; eran un lujo en medio de la miseria. Casi un insulto.
En los años sucesivos, las cosas cambiaron. El tío benefactor tuvo sus propios hijos, sus obligaciones. No más cuadernos finos. Para cursar su segundo grado,  armada con toda la inocencia de una niña de 11 años, tocó cada puerta del humilde barrio y pidió “una ayudita, por favor, para comprar mis cuadernos. Es que quiero estudiar y mi mamá no tiene plata para comprármelos”.
Todo indica que le fue bien, pues no sólo compró los suyos, sino los de su hermano. Claro, no eran de “Los Pitufos”. Eran de pastas marrón y hojas amarillas. Pronto descubrió que en ellos se aprendía mejor que en los otros. Había que poner más atención al leer, no fuera que el amarillo terminara tragándose el negro de las palabras. Para el año siguiente, le había pedido a sus compañeros de clase que le regalaran sus cuadernos viejos. Arrancó las hojas limpias que aún quedaban, las legajó y así obtuvo nuevos cuadernos. Además, la profe Liliana Mendieta, se había inventado una manera de educar a los niños que desperdiciaban hojas: tenían que llevar un cuaderno como castigo. Adivinen para quien.
Por esa época, la señora Emilia, una de las vecinas, se cambió de barrio. Vino a despedirse trayendo consigo una enorme caja de cartón: “Estos libros eran de mis hijos, ya no los necesitan, si los quiere, doña Rosa, se los regalo”.
Señora Emilia, donde quiera que esté, sepa que todas las veces que su conciencia pura no la dejaba sentarse a la mesa porque sabía que frente a su casa cuatro niños (que luego fueron seis y luego ocho y que podrían haber sido diez o más), engañaban el hambre con harina y sal, y entonces usted iba, toda compasiva y dulce, llevando leche y pan y a veces huevos,  todas esas veces juntas no se comparan con el regalo que llevó aquella última vez.

A partir de entonces, la niña no era vista de otro modo, sino con un libro. “Parece que viviera en otro mundo”, decían. “Suelte ese libro y venga y me ayuda”. Si hubieran sido campos de trigo o cebada, los habría asolado. Leía con avidez, casi atacando las páginas. El diccionario siempre a la mano. A los 11 o 12 años no conoces muchas palabras. A los 13 años, Sol conocía demasiadas. 

1 comentario:

  1. Hermoso, es una de tantas veces que lo releo y, como siempre, me hace llorar como una tonta. Me eriza el alma. Gracias por escribir textos tan sentidos y medidos, tan sensibles y heróicos como este.

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