Capítulo I. Retrato familiar.
Por Mary Zamora
Una
niña delgada y pálida, está sentada justo al borde de una viga de concreto. Es
1987 y ella tendrá a lo sumo 10 años. Toda su vida, como la de aquel viejo desafortunado
de la historia de Hemingway, parece reposar en sus ojos. En el balanceo de los
pies descalzos la acompaña su hermano, algo menor que ella. Hace frío,
mucho frio. Vientos cruzados que arrastran tras de sí palabras muertas
mezcladas con las últimas gotas de un furioso aguacero. No en vano Bogotá es
conocida como “la nevera”. Situada en el centro del país, rodeada de montañas
gigantes e indefensas, la bella ciudad gris recibe a los viajeros con un
soplo de frío como una bofetada.
Los
pequeños sostienen en sus manos agarrotadas algo parecido a un plato de sopa:
es una mísera mezcla de agua, harina, sal y un poco de manteca. ¡Pero está
delicioso! El hambre no tiene cara de perro, como dicen por ahí. El hambre tiene
el mágico poder de transformar cualquier bocado, por insignificante que sea, en
un manjar.
Más allá,
doña Rosa, la madre que parece no terminar de estar embarazada, camina
encorvada y en silencio, un trapo sucio amarrado en la cabeza para protegerse del frío. Al fondo don Pablo,
el padrastro de la niña, parece no terminar de estar ebrio. Es delgado, le
acompaña un tufillo inagotable y las
palabras soeces escapan asustadas de su boca.
Lo
mejor es apurarse y volver a trabajar. Están construyendo la casa. Para ello,
debieron invadir el lote contiguo, propiedad de un vecino e improvisar allí una
casucha. Adentro, otros dos pequeños lloran. Parece que no terminan de estar
enfermos. Que si la fiebre, que si la diarrea, que si serán los dientes, que
eso debe ser una infección, mi señora. En fin.
Sol tenía
ocho años de edad, cuando el tío Eufrasio,
hermano de su madre, le regaló todos los
útiles y uniformes necesarios para comenzar a estudiar. La escuela Distrital
Los Almendros quedaba a media cuadra. Le compró cuadernos de “Los Pitufos”, con
hojas blancas y hermosas; eran un lujo en medio de la miseria. Casi un insulto.
En
los años sucesivos, las cosas cambiaron. El tío benefactor tuvo sus propios
hijos, sus obligaciones. No más cuadernos finos. Para cursar su segundo grado, armada con toda la inocencia de una niña de
11 años, tocó cada puerta del humilde barrio y pidió “una ayudita, por favor, para comprar mis cuadernos. Es que quiero
estudiar y mi mamá no tiene plata para comprármelos”.
Todo
indica que le fue bien, pues no sólo compró los suyos, sino los de su hermano.
Claro, no eran de “Los Pitufos”. Eran de pastas marrón y hojas amarillas.
Pronto descubrió que en ellos se aprendía mejor que en los otros. Había que
poner más atención al leer, no fuera que el amarillo terminara tragándose el
negro de las palabras. Para el año siguiente, le había pedido a sus compañeros
de clase que le regalaran sus cuadernos viejos. Arrancó las hojas limpias que
aún quedaban, las legajó y así obtuvo nuevos cuadernos. Además, la profe Liliana
Mendieta, se había inventado una manera de educar a los niños que
desperdiciaban hojas: tenían que llevar un cuaderno como castigo. Adivinen para
quien.
Por
esa época, la señora Emilia, una de las vecinas, se cambió de barrio. Vino a
despedirse trayendo consigo una enorme caja de cartón: “Estos libros eran de
mis hijos, ya no los necesitan, si los quiere, doña Rosa, se los regalo”.
Señora
Emilia, donde quiera que esté, sepa que todas las veces que su conciencia pura
no la dejaba sentarse a la mesa porque sabía que frente a su casa cuatro niños (que
luego fueron seis y luego ocho y que podrían haber sido diez o más), engañaban
el hambre con harina y sal, y entonces usted iba, toda compasiva y dulce,
llevando leche y pan y a veces huevos, todas
esas veces juntas no se comparan con el regalo que llevó aquella última vez.
A
partir de entonces, la niña no era vista de otro modo, sino con un libro. “Parece que viviera en otro mundo”,
decían. “Suelte ese libro y venga y me
ayuda”. Si hubieran sido campos de trigo o cebada, los habría asolado. Leía
con avidez, casi atacando las páginas. El diccionario siempre a la mano. A los
11 o 12 años no conoces muchas palabras. A los 13 años, Sol conocía demasiadas.
Hermoso, es una de tantas veces que lo releo y, como siempre, me hace llorar como una tonta. Me eriza el alma. Gracias por escribir textos tan sentidos y medidos, tan sensibles y heróicos como este.
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