5 de octubre de 2013

La bala que no dio en el blanco



Por Mary Zamora


Nunca supo a ciencia cierta cuándo había tomado la decisión de ser poeta; simplemente escuchó el “llamado” a escribir versos, así como muchos otros oyen el llamado a convertirse en curas o monjas o – por qué no – asesinos.
Todos le conocían como el Poeta, aunque su nombre hubiera aparecido innumerables veces en diarios locales y revistas. De edad indefinida, un tanto social y otro tanto apático, iba por ahí creando mundos posibles dentro de este mundo, para sí y para los demás. No era un hombre temerario, pero tampoco rehuía el peligro, así que el día que encontró los panfletos bajo su puerta, pensó que se trataba de una broma pesada.
Y es que, la verdad sea dicha, el Poeta había sabido ganarse el favor popular con la misma facilidad con que se había ganado el rechazo de las botas pantaneras que bajaban de las montañas con su retumbar de miedo; otros pensaban que  muchos inmaculados cuellos de esos que pululan en las oficinas estatales, se sentían incómodos con los versos del Poeta.
Una noche, estando sumergido en un rapto creador, tuvo la visión profética: Melpómene, la musa de la tragedia, le habló de la sórdida asamblea que celebraron los de las botas pantaneras con los de los cuellos inmaculados. Al Poeta no le pareció un tema digno de sus versos. Pensó que la musa estaba ebria, o loca.
Pero a los pocos días todo estaba consumado. Vinieron entonces la indignación nacional por la muerte de un poeta para muchos desconocido, los titulares de prensa, las declaraciones en radio y televisión de vecinos y amigos, las condolencias, las voces exigiendo justicia, en fin, el teatro, la función.
El Poeta asistía a todo aquello desde fuera, como quien ve una película de la que se es el protagonista; sustrajo la bala que le impactó el cráneo y la guardó en el bolsillo de su chaqueta; sintió vergüenza de su muerte que le pareció indigna y ridícula. Melpómene estaba a su lado repitiéndole: “¿Te lo dije o no te lo dije?”
Aunque el asunto pareció ser desplazado por un nuevo suceso de última hora, algo se agitaba en el sentir, algo bullía en el clamor. Los amigos del Poeta habían encontrado la forma de rendirle homenaje: cada mañana, las gentes encontraban bajo sus puertas, no panfletos sombríos, sino versos.
¡Con qué velocidad se replicó la iniciativa! ¡Cuánta sorpresa en el rostro de los violentos!
El hombre que accionó el arma garantizándose un manojo de billetes, pidió hablar con los señores de las botas pantaneras, con los doctores de los cuellos inmaculados; dijo que no soportaba tanta presión, que algunos investigadores comenzaban a vincular su nombre con el crimen. Le respondieron que no se preocupara y efectivamente, no tuvo que preocuparse más. Un par de días después, asistía como espectador-protagonista al estreno de su ópera prima, así como antes lo había hecho el Poeta.
Había llegado la hora de la ineludible verdad: el verdugo se encontraba frente a frente con su víctima. Entonces el Poeta, más vivo que nunca, sacó de su chaqueta la bala que no dio en el blanco y se la entregó a su victimario. Cuando éste la recibió, supo que,como todas, ésa también había sido una bala perdida.

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