Por Mary Zamora
Caminan de prisa, no sea que sus miedos los alcancen. Miran por encima del hombro, de soslayo, y se encuentran con que esos mismos temores que les impelen a correr, se reflejan en los ojos de los otros. Sí, de los otros, de todos los otros, de todas esas tediosas vidas marchitándose. Temen a la soledad, a la vejez, a la muerte, a la enfermedad, a la infidelidad. Temen.
Entonces
se escudan tras el ruido y la banalidad. Suben y suben el volumen por que no
quieren oír. Gastan y malgastan sin medida. Ahí están: puedes verlos en los
centros comerciales, asistiendo a su propia parodia. Entran al lujoso almacén
de la costosa ropa ridícula. Entran al finísimo restaurante de comida insípida.
Pagan con su último saldo de dignidad en efectivo un taxi para regresar a casa.
Pero al cruzar la puerta, la máscara cae estrepitosamente. El innecesario
juguete nuevo para el hijo, con suerte irá a parar al sofá. La inútil crema
antiarrugas con ácido hialurónico reposará por un tiempo indeterminado sobre el
tocador. Ya en la cama, agotados los temas triviales con cada cambio de canal,
hay que tomar una decisión trascendental: fingir cansancio o fingir deseo.
Optan entonces por el sexo cansado. A la mañana siguiente, vuelven a caminar de
prisa para que sus temores no los alcancen.
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