Por Mary Zamora
Avanza desprevenidamente en medio de un torbellino de ojos
azorados y distantes en el que todos fingen saber que avanzan, pero sin saber
hacia dónde y sus manos de añil y bermellón se aferran insistentes a la mochila
gastada, quizá para evitar la huida de las últimas migajas de poesía y va
recogiendo aquí y allá algunos semblantes tontamente felices que zambulle en el
mismo bolsillo en el que el año pasado, por vacaciones, guardó un trocito de
mar.
Avanza en medio
de manos entrelazadas de sucio sudor mutuo, en medio de labios aglutinados de
sucia saliva mutua, en medio de voces cómplices y voces que amonestan, de
miradas que aprueban y miradas que critican, en medio de la dolorosa compañía
de la muchedumbre sola, pues a pesar de la evidente correspondencia, tan certera
y palpable, cada ser es un ser irremediablemente solo: cada pareja asida
de la mano, cada peatón distraído, cada mirada que se evita o se desvía, cada
sonido inacabado dentro de cada oído ensordecido, cada color de piel, cada
bostezo, cada hijo, cada madre, cada pariente lejano o cercano, cada amigo o
enemigo, superior o subalterno, élite o plebe, viejo, joven, fuerte o endeble,
triunfador o fracasado, cada quien es habitante único de su propia contingencia.
Y de pronto pone fin a su avanzar enajenado, arrastrando los pies poblados
de piedras rotas y se agarra las venas furiosas de las sienes con un ganchito
para el pelo y es como si todo un hipódromo tuviese sede en su cabeza mientras
ingresa con lentitud estudiada al penoso recinto en el que cada muerto también yace
solo en su prisión indigna, engullido por la maleza en las horas de su
insomnio, o coronado por excrementos de aves innobles. Cada nombre de lápida que sus ojos alcanzan
con veloz curiosidad es una inteligencia que se agita y se despierta, en una
poderosa invocación del pensamiento sobre la materia inerte.
Aquí yaces, Raquel. Aquí moras...pero no has podido superar la costumbre del sol en el rostro y en las manos y en la piel, y por eso abandonas la tumba de repente, un poco azorada e inerme, y piensas que tal vez podrás acostumbrarte y te alegras de no ser un kilo de ceniza contaminada con las cenizas de otros muertos de suerte compartida, envuelta en polipropileno transparente y acomodada dentro de un odioso recipiente que no es madera ni metal.
Y experimentas la
bendición de los árboles enanos que te proveen su sombra y escuchas una voz
lejana que pretende ser potente pero que pronto se confunde con el gorjeo de
las palomas y las voces indiscretas de otros visitantes de ocasión. Y sientes temor
de ser vista. No sabes cómo luces recién muerta. Y en un gesto pueril buscas en tus bolsillos un espejo y te echas a reír de
buena gana celebrando tu ocurrencia. "La
próxima vez que me muera pediré que pongan en mi tumba un espejo y quizá algo
de maquillaje", piensa en voz alta Raquel, la feliz Raquel que no para
de reír y que ahora se aventura a volar robando su forma a una mariposa alegre
y diminuta, por entre unas flores que parecen haber nacido muertas y que
intentan adornar un oscuro mausoleo de cadáveres recientes que aún temen abrir
los ojos y que soportan estoicamente un poco del folclor musical del momento,
halago inexplicable de los vivos.
A la par que la música se propaga sigilosa y decidida, Raquel va
descubriendo su maravilloso mundo de posibilidades inagotables donde puede ser
hoja, árbol, aire o mariposa, y le da un golpecito amable en el hombro a un
pobre joven que se quedó dormido de dolor frente a una tumba, y le da un
golpecito amable a una tumba que se quedó dormida de dolor frente a un pobre
joven, y se para a escuchar las conversaciones triviales de los visitantes y se
toma la molestia de dar sus propias opiniones, y enguja las lágrimas viejas de
alguien que se aferra a una mochila para que no se le escape la poesía recién
descubierta, y las cambia por lágrimas de dolor renovado que no soportan la
prisión de los ojos y rompen el muro de los párpados y entonces me desbordo y
siento que nada es más hermoso que un camposanto bajo la lluvia y me abrazo a
Raquel y danzamos y danzamos mientras la gente corre a guarecerse llevando en
la mano la evidencia del cumplimiento de su misión de conservar viva la memoria
de sus difuntos mediante el recurso de las flores artificiales, sin saber que
incluso éstas sucumben al óxido del tiempo, y danzamos y danzamos bajo la
bendita lluvia compacta de todas las horas amargas de todos mis días y los
tuyos Raquel, y escuchamos afuera la insistencia de los vendedores y te antojas
de una pizza, Raquel, una pizza mientras danzamos bajo la bendita lluvia
afilada y luminosa, orgiástica y agónica que hace que las hojas se crispen y
que la tierra reviente jubilosa y verde y estremecida, y escuchamos el tañido
de los bronces en lo alto porque ha pasado un siglo más eterno que todas las
eternidades juntas y miro mi reloj pero tú no estás triste y yo no estoy mojada
y el último caballo galopa lentamente, llevándose en sus cascos el ganchito
para el pelo.
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