15 de noviembre de 2014

CON TODO EL CORAZÓN

Por Mary Zamora



“Cualquiera puede dominar un sufrimiento, excepto el que lo siente”. Shakespeare



Treinta años de edad, cinco de ellos en lista de espera, era la dolorosa cuenta que Joel llevaba de sus días paradójicamente inciertos por la misma certidumbre de un desenlace inminente, a menos que apareciera un donante compatible.
Apenas pudo gozar de buena salud durante las primeras ocho horas de nacido, al cabo de las cuales varios signos inequívocos, entre ellos una tenue pero persistente coloración azul de los labios, le indicaron al personal médico que algo no estaba bien con su incipiente corazón. Luego de una serie de exámenes y sus correspondientes explicaciones herméticas, los afligidos padres lograron entender que su hijo sufría una malformación cardíaca consistente en que el lado izquierdo del corazón no bombeaba suficiente sangre al cuerpo, por lo cual debía ser intervenido de inmediato.

Pese a ello, y gracias a los cuidados y observancia estricta de las indicaciones médicas, Joel pudo llevar una vida parcialmente normal hasta los 25 años, edad en la que su condición clínica se deterioró hasta el punto de hacerse necesario un trasplante. Nuevamente tuvo que ser sometido a penosos análisis de toda índole antes de ser incluido en la lista de espera nacional de casi 3.000 personas con diferentes padecimientos.
En adelante, la vida de Joel y sus padres se limitó a la abrumadora costumbre de esperar, aún sin fe, una llamada que llegó finalmente con cinco años de retraso: Joel era el candidato con más probabilidad de éxito gracias a las compatibilidades con el donante en cuanto a peso, talla, grupo sanguíneo y tamaño del corazón, sin hablar del grado de urgencia que presentaba. Había esperado cinco años, pero el nuevo corazón solo podía esperar por el unas cuatro horas sin circulación sanguínea antes de echarse a perder, así que se encaminaron de inmediato a la clínica con una felicidad no exenta de censura, al ser conscientes de que su fuente era la muerte de un extraño. Muy pocos conocerían la historia de aquel donante anónimo y su decisión terminal de apuntar un arma contra sí mismo.

Salvo algunas complicaciones menores que alertaban sobre un posible rechazo del organismo al corazón intruso y que fueron tratadas con medicamentos, todo marchaba bien para Joel, por lo que fue dado de alta un mes después.
Durante su estadía en la clínica y sin reponerse aún de la emoción que significaba volver a la vida gracias a la generosidad de un desconocido, Joel tramitó su carné como donante de órganos. La experiencia le había mostrado que contribuir al bienestar de otros estaba por encima de mitos tan ridículos como la mutilación y desfiguración del cadáver o la eventualidad de no tener un cuerpo completo para cuando su alma quisiera regresar.

Al cabo de seis meses de juiciosa recuperación Joel se sentía pleno. Ahora conocía la gratificante sensación de gozar de buena salud. Reanudó sus estudios e integró a su vida la práctica del ejercicio físico. Un año después nadie diría que se trataba del mismo joven demasiado melancólico para su edad pero a la vez demasiado enfermo como para no sufrir de melancolía.

No obstante, la nueva vida trajo a Joel padecimientos desconocidos. Para no alarmar a sus padres prefirió resguardarse en la seguridad rotunda de los chequeos que no mostraban signos negativos, pero lo cierto era que desde hacía algún tiempo había comenzado a sentir una especie de estrechez en su pecho, como si en lugar de un corazón tuviera muchos pujando por salir. Otras veces, sin razón aparente, sentía resoplar su corazón con la bravura de cien toros. En ocasiones era como si el lugar del corazón hubiera sido vaciado por completo y entonces debía escuchar atentamente para comprobar si aún continuaba allí.
Asustado y sin entender qué estaba sucediendo, pensó que lo mejor era alejarse por un tiempo de la casa paterna y respirar aires nuevos con la esperanza de que fueran benéficos, así que decidió emprender un viaje en solitario, venciendo pacientemente las razones de sus padres que lo consideraban un despropósito para alguien con sus antecedentes médicos.
Una vez lejos, trató de convencerse así mismo de su mejoría, pero en vano. Le acompañaba un desasosiego constante que no logró conjurar ni aún con los recién descubiertos placeres del cuerpo. La vida que tanto deseó disfrutar le resultaba monótona e insípida y no hubo divertimento alguno capaz de alejar el hastío.

Entendiendo que no se trataba de una actitud normal buscó toda clase de ayudas, incluso de tipo psicológico y espiritual, y quedó sorprendido con el nuevo y unánime diagnóstico: estaba enamorado. Algunos le dijeron que el efluvio benéfico del tiempo se encargaría de todo. Otros le aconsejaron intentar una reconciliación, pero todos quedaron desconcertados cuando Joel les aclaró que jamás había amado a mujer alguna.
Desesperado y más confundido que antes, repasó milimétricamente sus esporádicas relaciones, pero por ninguna de aquellas mujeres advirtió sentir algo equiparable al amor: ni siquiera pudo relacionar sus nombres con sus rostros. Sin embargo, hizo todo lo posible por ubicarlas y concertar un nuevo encuentro, con la ilusión de que alguna traería paz a su corazón desconocido, pero el resultado fue desalentador: no amaba ni era amado por ninguna de ellas.

Dado que el viaje no había surtido el efecto deseado, Joel regresó a su hogar confiando en que la cercanía de sus seres queridos serviría de paliativo a su aflicción. Los meses siguientes se le fueron en la búsqueda infructuosa de esa mujer ignorada, agravados por una fama de donjuán que acrecentaba aún más su sufrimiento. De otro lado, los chequeos no podían arrojar mejores resultados: su corazón era fuerte y se había acoplado muy bien al receptor. Paradójicamente, Joel no lograba armonizar su salud física con su salud emocional, pero aún así procuraba mostrarse cálido y afable ante su familia.

Divagó un tiempo más en medio de la desesperanza de conocer mujeres sin que ninguna fuera ella, así que una vez cumplidos los tiempos estipulados por la ley, se enfocó en la búsqueda de información sobre su donante. Tan pronto la tuvo en sus manos y la hubo leído, comprendió que su condena, al igual que la de aquel infeliz que un día claudicó ante la tiranía de los celos decretando el fin de su vida y la de ella, era inapelable.
Sin pérdida de tiempo buscó la manera de acabar con sus padecimientos irremediables. ¡Con qué increíble fluidez se conjugaba todo para facilitarle la hora aciaga! De regreso en casa ni siquiera se dio tiempo para pensarlo mejor: con mano convulsa garabateó una escueta nota de indulgencia para sus padres y ya dominado por el destino, acomodó en su boca lo mejor que pudo la Smith and Wesson que acababa de conseguir.


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Horas después, y luego de haber sido declarado clínicamente muerto, el cuerpo de Joel era examinado rigurosamente con el ánimo de rescatar y donar sus órganos y tejidos sanos, de acuerdo a la voluntad expresa de su dueño y al dolorosísimo consentimiento de los padres. En ese momento en algún lugar, alguien recibía la llamada que llegaba al fin con un retraso de meses o quizá de años, pero muy pocos conocerían la historia de aquel donante anónimo y su decisión terminal de apuntar un arma contra sí mismo. CON TODO EL CORAZÓN - (c) - MARISELLA ZAMORA

5 de noviembre de 2014

AUTOGOL

Por Mary Zamora

Alias “Gonzo” se había movido con solvencia en el mundo del hampa y el narcotráfico durante décadas, y se ufanaba de haber salido ileso de diversos atentados y operativos policiales. Por ello, la madrugada en que debió pedir una ambulancia ante la urgencia de un dolor tan vivo que le obligaba a abrazarse el abdomen, reconoció que había desestimado por mucho tiempo las recomendaciones de sus médicos.
Días después, ya superada la emergencia, el oncólogo confirmó sus sospechas más desoladoras y no contento con ello, acrecentó la alarma dándole un número posible de meses de vida, acompañado de recomendaciones insulsas.
De regreso en su casa, “Gonzo” se aprestó a dar la pelea: visitaría a los mejores especialistas; recurriría a todos los tratamientos y terapias por insólitos que parecieran; tomaría los medicamentos que le indicaran y llevaría al pie de la letra las dietas y prohibiciones más rigurosas, todo con tal de no morir y dejar en manos de sus enemigos el monopolio del negocio. Pese a ello, y luego de meses desgastantes, no se evidenciaban mejorías en su estado.
Sintiéndose vencido por el infortunio, decidió que lo mejor sería hacer alianzas y firmar pactos con algunos de sus contendores para asegurar así la participación de sus herederos en los negocios comunes una vez él faltara. Para ello citó a “Calibre”,  (jefe de una banda delincuencial reconocida) y luego de algunos rodeos desconfiados, le relató la funesta historia.
“Calibre” se mostró solidario, aunque es su fuero interno se sentía aliviado por la próxima salida de circulación de alias “Gonzo”. No obstante, dicha satisfacción le duró apenas un par de días. Su gusto por los toros lo había llevado hasta una popular corraleja donde estimulado por el licor, se lanzó al ruedo en calidad de aficionado creyendo que sus escasos 80 kilos de peso ebrio podían darle batalla a los más de 500 del toro. El desenlace para él fue fatal.
Ante la noticia, “Gonzo” no tuvo más opción que reunirse con otro de los jefes de un clan importante. De nuevo la solidaridad por su situación fue notable, pero de nuevo el adquiriente del secreto falleció a los pocos días en un ridículo accidente de motos de alto cilindraje.
Conmocionado por tal suceso “Gonzo” concertó entonces una cita con “Metralla”, uno de los jefes de cartel más temidos de todo el país. La conversación giró en torno a temas de interés mutuo y como era de esperarse, a las absurdas muertes de sus colegas de oficio. A su turno, “Gonzo” inició el relato de su próxima partida.
Días después de la solidaria reunión, “Metralla” resultó muerto tras un percance en su propia casa en el que su hijo disparó accidentalmente un arma que el capo guardaba en la gaveta del escritorio.
“Gonzo” no daba crédito a lo que estaba pasando: todo indicaba que cada persona con la que hablaba de su condición, perecía. Él, que hasta entonces decidiera la suerte de muchos como autor material o intelectual, tenía ahora a su disposición un poderoso método nada regular que además le aseguraba suma impunidad.  
En los meses sucesivos, “Gonzo” se concentró en limpiar su camino de acreedores, enemigos y competidores potenciales con quienes se reunía bajo la excusa de proponerles la firma de una alianza conveniente para ambas partes.
Su fortuna y poder crecieron rápidamente, así como el mito que se tejió en torno a él. Los más suspicaces vinculaban en secreto su nombre con las muchas muertes registradas; otros llegaron a hablar de pactos con el demonio y algunos más evitaban acudir a su encuentro, tachando la cita como “mortal”. Incluso las autoridades se mostraron sorprendidas por la forma en que habían sido dados de baja tantos capos, en lo que llamaron un ajuste de cuentas o limpieza al interior de las organizaciones delictivas. Para entonces, el otrora moribundo alias “Gonzo” advertía una insólita recuperación en su estado de salud de la cual daban fe sus médicos, sin poder atribuirla a cosa distinta de un milagro.
Para “Gonzo” había llegado la hora de jugarse la carta más importante: se entrevistaría con “Chacal”, el mayor adversario que tuviera a lo largo de toda su carrera criminal. Al cabo de un par de meses intercambiando emisarios, finalmente logró concertar la cita. 
Sabiendo que “Chacal”, (un hombre de casi sesenta años que había forjado todo su imperio gracias al contrabando de gasolina en la frontera) no era presa fácil y dudaría de la veracidad de tal confesión dado su buen estado de salud que evidenciaba todo lo contrario, quiso prepararse lo mejor que pudo para el encuentro. Repasó mentalmente varias veces las palabras que utilizaría así como el orden adecuado en que debía decirlas. También estudió la forma más certera de hacer que se identificara con su padecimiento y el dolor que sentía al tener que abandonar a su familia. 
Empero, la noche anterior al encuentro “Gonzo” sintió que su entrenamiento no era suficiente; “Chacal” tenía fama de ser un conocedor del alma humana. Fue así como pidió que llevaran a su estudio un espejo de cuerpo entero y dio órdenes severas de no ser interrumpido. Una vez solo y como si se tratara de un libreto, comenzó a recitar sus líneas frente al espejo una y otra vez, poniendo especial atención a su lenguaje corporal y tratando de imprimir tal dramatismo a la confesión de su muerte que por poco se suelta a llorar. Cuando estuvo convencido que su actuación era absolutamente creíble, se dejó caer extenuado en el sillón, abandonándose al sueño.
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Sólo un hombre tuvo la osadía de incumplirle una cita a “Chacal”, pero este supo perdonar la afrenta de inmediato: los medios registraba que alias “Gonzo” había amanecido muerto.         



AUTOGOL - (c) - MARISELLA ZAMORA

16 de octubre de 2014

17 Minutos

Por Mary Zamora

Estuvo dando vueltas toda la noche, y apenas si pudo dormitar un poco entrada la mañana. Tomó su desayuno maquinalmente, más por costumbre que por hambre. Después intentó rezar, pero las oraciones de infancia se habían borrado por completo, así que sólo pudo articular un tembloroso “Dios mío”. Después, como si se tratara de la gran novedad, contó una vez más los ladrillos de la celda: eran 972. Al palparlos, la memoria de sus manos infames los transformó en una piel tersa, como los melocotones que su madre le había traído la semana pasada. Pensó en ella con una mezcla de odio y conmiseración. Pensó en sus ojos cansados, sus manos ajadas y aquel olor rancio que no la abandonaba jamás y sintió que un torrente de pan y huevos le invadía la garganta y no pudo hacer más que dejarlo salir. “Lástima”, se dijo.
Estaba programado para las once de la mañana pero aún así le pareció que el guardia, quien entró tapándose la nariz con el brazo izquierdo, había llegado muy pronto:
-          Es hora  - dijo éste.
-          ¿Las once?
-          Sí.
Y se dispuso a leer la orden, una mera formalidad. Los enfermeros, escoltados por otros dos guardias, ingresaron a su vez, haciendo gestos de desagrado. En ese preciso instante descubrió que el miedo es como una ducha de agua fría que le asaltaba por la espalda inesperadamente. Entretanto, alguien había rodeado sus tobillos y muñecas con esposas.
-          Póngase de pie, por favor,
-          Quiero hablar con mi abogada
-          No lo complique y póngase de pie. Debemos irnos.
Se incorporó torpemente: desconocía esas piernas blandas. De una celda próxima le llovieron escupitajos y blasfemias pero él parecía no estar ahí. De hecho, había retrocedido cinco años para llegar de nuevo al sótano y observarme en silencio mientras yo intentaba desatarme. 
Fue guiado por el pasillo hasta la cámara de ejecución; una vez allí, le ordenaron subir a la camilla. El crujir de las ruedas por la contundencia de su peso lo trajo al presente. Ahora el miedo tenía la forma de un ejército de vellos diminutos que amenazaban con desprenderse de la piel. Alguien le había quitado las esposas y las había reemplazado por fuertes correas que ataban a la fría camilla sus muñecas y tobillos. Entonces regresó al sótano para escucharme suplicar, pero la punzada de la aguja en sus brazos le recordó lo que estaba pasando: le quedaban 17 minutos de vida.
 11:00 a.m. Intentó mover su cuerpo, pero sólo la cabeza libre de amarres atendió la orden. A su derecha, el reluciente blanco de las paredes le hería los ojos. A su izquierda, un gran espejo proyectaba su figura ahora indefensa, reducida. Sabe que tras el espejo mi familia y tal vez la suya le observan con atención. Mira fijamente sus propios ojos reflejados y ya de nuevo en el sótano vuelve a sentir mi forcejeo frenético y mis dientes hincados en la mano con la que pretendía  acallar mis gritos. Entonces grita también y ahora el miedo tiene forma de agua hirviendo que sale de sus ojos indiscriminadamente, bañándole el rostro y el cuello. 
-          ¿Quiere hacer una declaración final?
-          ¿Ah?
-          Que si desea hacer una declaración final
Váyase a la mierda, dice,  y entre tanto,  un enfermero desliza velozmente una cortina en la que no se había fijado hasta entonces y que cuelga de un tubo incrustado en el techo.
11:03 a.m. Para entonces, otro de los enfermeros al amparo de la cortina, le administra la primera dosis de su pena capital en una inyección de tiopental sódico. Siente vértigo: la cortina persigue al espejo o el espejo a la cortina y al cerrar los ojos encuentra la imagen de mi desnudez asustada y no puede evitar la mueca sarcástica que le tuerce la boca, antes de desvanecerse.
Tras el gran espejo el ambiente es tenso: las mujeres murmuran plegarias mientras alguien se queja por lo prolongado del proceso. Cuando vuelve en sí, se siente por escasos segundos increíblemente bien, pero desde fuera ya le han inyectado el bromuro de pancuronio y todos sus músculos comienzan a experimentar espasmos. Es como si una legión de hormigas desfilara por ellos. Respira con dificultad y ahora el miedo toma la forma de su nariz o su diafragma que no responden. Un líquido tibio le ha pegado el pantalón a la piel a la altura de la entrepierna. Recuerda que está siendo observado y siente vergüenza. Trata de decir algo, pero es como si todos sus músculos hubieran desaparecido.
11: 08 a.m. Está flotando; enjambres de abejas anidaron en sus oídos. El sudor y las lágrimas se mezclan profusamente sobre su cara y la intermitencia descontrolada de sus párpados le hace pensar que tienen vida propia. Piensa en Dios y en su madre y en toda su familia y recuerda los años de infancia y los de adolescencia y a esa primera chica de la que jamás supo el nombre, y siente como si cargara un ancla amarrada a los pulmones y el pánico es tan grande que sus extremidades se contraen violentamente pero él no lo nota. Y siente que una saliva espesa sale de su boca, más es incapaz de cerrarla. Y piensa en mí y recuerda cómo me llevó hasta ese sótano y apenas ahora experimenta clemencia, la misma que cree estar pidiendo a gritos para él sin darse cuenta de que todos sus esfuerzos son mentales.
11:15 a.m. Al otro lado de la cortina los enfermeros le administran la última dosis de ajusticiamiento: el cloruro de potasio. El ardor al interior de su cuerpo es insoportable. En el rostro, un pálido color azul ha hecho presencia. “¡Un poco más de anestésico, por favor!”, pero nadie lo escucha. Ni aún él mismo se escucha. El monitor cardíaco indica a los enfermeros que el corazón ha dejado de latir.
-          ¿Hora del deceso?, pregunta uno de ellos.
-          11:17 a.m.

Para entonces soy luz, soy energía, y me integro a la línea continua del monitor, descubriendo que allí también murió mi miedo pues ha diferencia mía, él jamás saldrá de su tumba. 
17 Minutos - (c) - MARISELLA ZAMORA

22 de agosto de 2014

Tierra desnuda

Por Mary Zamora

Camino por kilómetros de horas bebiendo la serranía lejana que ofrece sus formas lujuriosas a la espera de un seísmo de amor. La noche, esa acumulación de todas nuestras sombras, recoge presurosa sus vestidos para morir a tiempo en un amanecer.

Y escucho el grito de las montañas encorvadas por el peso del concreto: parecen exhalar un último lamento de rocas, de tierra suelta y agua; exhiben su piel surcada de cicatrices y llagas. ¡Gigantes indefensas, milenarias y sabias! Con sus sueños de barro se oponen al exterminio y resisten, resisten las montañas.

Un cielo líquido ha hecho catarsis desde antes del alba. Perezosamente junta los suspiros de niebla con que intentó cubrir tanta desnudez dilapidada. Conjura sus miedos esparciendo granizo, restos de estrellas moribundas, como aquellas que atizan el fuego en los volcanes.

…y el viento, ese triste soberano de la palabra muerta, sacude de frío un bosquecillo, antaño poblado de cabellos verdes. Hoy, sus árboles lloran lágrimas secas; se inclinan pudorosos de su desnudez, tratando de retener los últimos vestigios de primavera, exánimes, temblorosos. Algunos más, en intrincado abrazo abovedado sobre la carretera, desfallecen de calor por la inclemencia de las nubes con sus sombras abochornadas.

En lontananza, el sol sediento de amor por un mar adolescente, inicia su juego de luces y sombras; cede a la tentación y baña en él sus barbas vivas como sangre eléctrica en un segundo eterno de ebriedad. Pequeñas balsas asisten en silencio a tal prodigio y su invisible avance semeja una caricia a los pliegues ruborosos del venturoso mar.

…el cielo ostenta una corona de aves oscuras que parecen ir en busca de algún olvidado arcoíris, más solo consiguen arrastrar en sus alas las últimas gotas de un apretón de nubes con las que intentan provocar un nuevo aguacero. Las más afortunadas dejaron tras de sí una lánguida estela de marrones y rojos que claudican al poco tiempo.

Mis ojos avanzan con lentitud nocturna; algunas candilejas precoces dan cuenta de la inminencia de la pobre gran ciudad, de la paupérrima gran urbe que arrinconó el verde; minutos después, ruidos informes, colosos de hormigón y millones de luces que titilan invasivas visten de ignominia un gran tajo de tierra y entonces añoro regresar. Regresar para yacer con la virgen. Con la tierra desnuda.


Tierra desnuda - (c) - MARISELLA ZAMORA

26 de junio de 2014

Micorrelatos



Penúltimo deseo

Cuando comenzaron los síntomas de tan extraña enfermedad, su médico le prohibió fumar y beber. Vinieron las extenuantes terapias, las inútiles medicinas, las incómodas preguntas de los especialistas. Nada. Su condición empeoraba día tras día, al punto de no poder pararse de la cama. El desenlace era inminente. La familia, el clérigo y los socios de la empresa, se reunieron junto a su lecho. Él, articulando apenas con la sombra de su voz, pidió su último deseo: una copa de vino, ojalá del viejo vino tinto de sus bodegas. ¿Quién podría negárselo? Por fortuna, nadie. Hoy, goza de buena salud.  


Erase un hombre a una nariz pegado....


...literalmente. Ello le había valido toda suerte de burlas y miradas de repugnancia, haciendo crecer en él su resentimiento aún más que su nariz, hasta el día en que consiguió aspirar el aroma de las flores del pueblo. Lo retuvo. Caminó rápidamente hacia su casa así, henchido de fragancia y en cuanto llegó, lo exhaló en un recipiente. Su vida tenía sentido ahora: salir, inhalar un aroma y depositarlo en un frasco. Los coleccionaba.
Los habitantes no entendían por qué las rosas, el café, el estiércol, los críos recién nacidos y hasta las sábanas curtidas de sexo habían perdido su olor. Pero alguien sabía la verdad y no iba a permitir el hurto de los aromas, así que un día, entró impetuosamente por la ventana y en un santiamén derribó los frascos, liberando los olores, quienes se esfumaron agradecidos.
Ahora el hombre anda buscando la manera de vengarse del viento.
Micorrelatos - (c) - MARISELLA ZAMORA

29 de mayo de 2014

Cuatro décadas

Capítulo IV. Dios existe

(Ver capítulos anteriores: I,II,III)

Si hay una forma expedita de conocer a Dios es necesitándolo verdaderamente. A los pocos días, don Pablo enfermó de gravedad. Tenía una infección en un pulmón o algo parecido. (“Ten cuidado con lo que deseas, puede que se te cumpla”). Lo sacaron de la casa, envuelto en una cobija vieja, famélico, los puros huesos, tal como tiempo atrás había llegado Joe. 
Cuando doña Rosa regresó del hospital por algo de ropa para él y algo de descanso para ella, dijo que los médicos aseguraban que estaba muy, muy grave.

En consecuencia, a sus 16 años, Sol aprendió que Dios existe, que escucha súplicas y que hace milagros. Encerrada en la pieza que siempre ocupó su padrastro, lloró y oró de rodillas, suplicó, prometió, juró, se confesó, se arrepintió, maduró todo lo que tenía que madurar, conoció el perdón en su estado más puro, perdonó a su padrastro y se perdonó también, reconoció que a pesar de todo, a pesar de que le echara en cara hasta lo que nunca le había dado, siempre le estaría agradecida. “Dios mío, no me importa que siga siendo igual, que nos insulte y nos pegue, pero por favor, Señor, que no se muera”.

Cuando don Pablo regresó del hospital, Sol cumplió con todo y más de lo que había prometido la dolorosa noche de las súplicas: se endilgó la obligación que la mujer y los hijos propios rechazaban tajantemente: cuidarlo. ¡Había que ver la dedicación y paciencia con que lo ayudaba a llegar al inodoro, con que lo bañaba, lo secaba, lo vestía y acomodaba en la cama, le daba el alimento y la medicina! Era como ocuparse de un bebé de más de 40 años.

Don Pablo tiene hoy 60. Cuando Sol visita a su madre en la antigua casa y no lo ve por ahí, pregunta por él. 
Cuatro décadas - (c) - MARISELLA ZAMORA

26 de abril de 2014

Necedad



De nuevo escucho al  viento, millonario en suspiros,
arrastrar sordamente su melodía amorfa,
por un cruel artilugio recibe las palabras
para reproducirlas convertidas en sombras.

Lo escucho y siento pena, ¡pobre viento cansado!
del ímpetu baldío en su melodía sin forma
¡Tantos oídos sordos para sus torpes gritos!
¡Mil voces escuchadas, pero ninguna propia!

Él cumple sin embargo aquel  sino inexorable,
Repitiéndolo siempre con lentitud nocturna:
Ser el amo y señor de la palabra muerta
pero no ser capaz de retener alguna,
pues cuenta la leyenda que antaño  fue un poeta

cuyos osados versos sonrojaron la luna.

13 de abril de 2014

Cuatro décadas

Capítulo III. Otros peligros

Por Soledad Cadena


(Capítulo I, aquí)
(Capítulo II, aquí)

La adolescencia comenzaba a acariciarla con sus incómodos dedos. Desde muy pequeña, su madre le había advertido de “ciertos peligros” que corren las niñas y en general las mujeres. De alguna manera, pero sin comprenderlo del todo, era consciente de esos “peligros” porque los veía reflejados en la mirada de su padrastro. Tan así, que cada vez que doña Rosa tenía un nuevo parto, Sol pasaba la noche en casa de doña Emilia o de doña Evelia, “por precaución”. 

Tan así, que cuando regresaba a la casa de la escuela y sus hermanos no estaban porque estudiaban por la tarde, ella se iba con su uniforme raído, sus zapatos desfondados y su hambre, derechito para la biblioteca de La Romano y allí, mientras leía, esperaba a que sus hermanos regresaran primero a casa para no estar sola con don Pablo..

Fue también por esa época en que su padrastro se tornó más violento. Todas las noches buscaba problema: “Rosa, su hija anda por ahí mostrándose como una zorra, pelándole el diente a cuanto hijueputa se le atraviesa por la calle”.

Y así todas las noches. La familia ya sabía lo que les esperaba. Se recostaban en la cama con todo y zapatos puestos. Muchas veces tuvieron que huir. La bestia que golpeó inclemente a Joe, blandía machete y amenazaba con matar a “todos estos malparidos”, con estallar el cilindro del gas, con quemar la casa. Las lágrimas que no conmovieron antes, tampoco lo hacían ahora. Ya no era tiempo de lágrimas. Buscar asilo temporal en la casa de algún familiar, de algún vecino, “mientras al señor se le pasa la perra”, repetía doña Rosa.

Al otro día, mal dormidos y hambrientos, cada uno regresaba a lo suyo. El trabajo. El estudio. La vida no se detiene porque a usted se le detenga el corazón cuando escucha a la bestia llegar con su infierno de tragos.

La escena se repitió una y otra vez durante años como un deja vu. Eso, sumado a la sensación de impotencia, fue el combustible que alimentó el odio, el rencor, la venganza, el deseo de muerte. Pero no de la muerte propia, no. El deseo de la muerte ajena. La niña noble y dulce, por todos querida, por todos alabada, la que los vecinos ponían como ejemplo para las demás, deseaba que aquel hombre miserable muriera. Tan así, que ya había pensado la forma de conseguirlo. Tan así, que ya había preguntado en la droguería veneno para ratas (que abundaban, por cierto), tan así, que ya estaba ingeniándose la manera de ahorrar unas monedas para comprarlo.

28 de marzo de 2014

El día equivocado


Por Mary Zamora

-       ¡Señor Matthew, por Dios, cómo me dice que le incumplimos con la entrega, si hoy es lunes!  -  se defendía el señor Villa
-       ¿Me toma usted del pelo?- espetaba a su vez el señor Matthew con voz airada al otro lado del auricular- hoy es martes, señor, martes 14 de febrero.
-       De ninguna manera pretendo ofenderle, (y esta vez Villa trataba de infundirle a su voz un tono conciliador), pero le suplico que rectifique en su calendario.
-       Señor, no seguiré discutiendo con usted. Doy por terminado nuestro contrato.
Al otro lado de la línea, el señor Villa debió retirar el auricular para que no lo hiriera el golpe con que el señor Matthew descargó el teléfono. Salió penosamente de su oficina, resoplando, para gritar con todas las fuerzas:
-          ¿Qué día es hoy?
-          Lunes, señor, - contestaron al unísono los empleados- Lunes 13 de febrero.
-          ¿Están todos seguros?
-          Por supuesto señor,
-          ¡Maldita sea!, entonces porqué Matthew asegura que hoy es martes.
-          Señor, eso es imposible.
Y, como iluminados por la misma idea, procedieron a sacar  y revisar sus calendarios: era martes 14 de febrero, día de San Valentín y en los hoteles del señor Matthew no había flores.
Imposible. Absurdo. El señor Villa, como idiotizado, regresó a su oficina y se dejó caer en el sillón. Cerró los ojos. Se impuso dormir. Tal vez, con la presión de la entrega del pedido, se había levantado antes de que sus sueños terminaran de transferirse de nuevo a la almohada. Sí, eso era. Dormir un poco más.
Afuera, los empleados atónitos rectificaban una y otra vez la fecha, revisaban diferencias horarias más que conocidas, indagaban con las empleadas de planta, con los porteros, en fin. Todos coincidían en que debería ser lunes, pero inexplicablemente era martes.
Desafortunadas escenas como la ocurrida en la empresa floricultora del señor Villa se repitieron sin cesar durante todo el día, llevando a la gente al borde del paroxismo. El primer mandatario, en alocución presidencial, no tuvo más remedio que aceptar que en todos los calendarios de la nación era martes 14 de febrero. En  consecuencia, solicitaba que cualquier acreencia o compromiso adquirido para el día inmediatamente anterior, es decir el Lunes 13, debía ser pospuesto, anulado o, en su defecto, aplazado para el próximo lunes. También explicaba  que si nos fijábamos bien, únicamente faltaba el lunes 13 de febrero y por tanto, no debíamos preocuparnos más de la cuenta.
Dichas declaraciones tranquilizaron en algo a los aterrados habitantes mientras el insólito caso del país sin lunes era registrado en los medios de comunicación de todo el mundo.
La semana transcurrió en aparente calma. Muchas personas, por prevención, miraban sus calendarios antes de salir de casa y comprobaban aliviados que se encontraban en el día correcto.
De otro lado, científicos de las áreas más disimiles, vinieron al país para tratar de explicar semejante fenómeno. Visitaron fábricas, oficinas, hogares, plazas, universidades; entrevistaron personas de las más variadas condiciones; tomaron muestras de sangre, de orina, realizaron test de rendimiento laboral, de personalidad, recogieron fragmentos de tierra, realizaron mediciones en los niveles de ruido, en la calidad del agua y hasta en los niveles de radiactividad. Las conclusiones y resultados de dichos análisis serían dados a conocer el lunes.
¿Qué ocurrió?
Tal y como lo temían algunos de los investigadores, el lunes 20 de febrero tampoco llegó. El país entró en una especie de psicosis colectiva al confirmar que en lugar de lunes 20 era martes 21. Las calles se llenaron de gente que se debatía entre el temor y la violencia. Un vocero del equipo investigativo transmitió las conclusiones en cadena nacional. En resumidas cuentas, se trataba de un episodio de deuterofobia de masas nunca antes visto:
“La deuterofobia es la fobia a los lunes. Sus síntomas se presentan especialmente la noche del domingo y consisten en pesadillas, decaimiento, ansiedad,  sudoración y hasta taquicardias. En países como el vuestro, donde las jornadas laborales son excesivas y la retribución económica no compensan tal esfuerzo, sumado a otra serie de factores, hacen que la fobia al lunes sea común; creemos que habéis sincronizado vuestra energía mental deseando que no llegue el lunes y lo habéis logrado: no volverá a menos que lo deseéis con la misma intensidad con que habéis deseado que se vaya.” 
El informe era concluyente. Todos tenía parte de culpa en lo que estaba ocurriendo. Surgió entonces un movimiento pro-lunes que exhortaba a los ciudadanos a desear el regreso del día perdido. Entre tanto, y como era evidente que no había consenso a favor o en contra del regreso del lunes, el país debió adaptarse a su nuevo calendario poco a poco. Lo más extraño – si es que puede haber algo más extraño -  era que en los calendarios, los lunes seguían figurando hasta la noche del domingo. Hubo quienes se dedicaron a observar durante toda la noche de muchos domingos, calendario en mano, en qué momento específico el lunes se esfumaba. Algunos decían haber observado cómo, a eso de las 3:30 de la madrugada, la fecha y el nombre lunes se iban borrando silenciosamente. Otros aseguraban que el fenómeno ocurría a la media noche y algunos más, que no era posible fijar una hora exacta, pero que siempre ocurría antes del amanecer. Los del movimiento pro-lunes, se reunían los domingos en la noche a diferentes horas y, con toda la fuerza de su deseo, trataban de asir al día esquivo, pero en vano.

Los meses pasaban y el país, sin lunes. Con el tiempo, aquella situación en principio tan extraña, se hizo normal. Era cuestión de asumir su nueva realidad y en eso andaban la mañana del martes 18 de agosto, cuando un ejecutivo salió disparado de su edificio, gritando como un demente:
-       ¿Es martes, verdad, martes 18 de agosto?
Los transeúntes no respondieron. La experiencia aconsejaba consultar el calendario: era miércoles 19.



El día equivocado - (c) - MARISELLA ZAMORA

10 de marzo de 2014

Lapsus inconexus

Y tengo este silencio espantoso para que grite el alma…
Y tengo en mi mano la certeza del espejo mostrándome cuántos años envejecí en un segundo: en el segundo fatídico de la resignación. ¿Por qué no escucho el aturdimiento?
Aturdí. Miento. Renací. Miento. Entendí. Miento. Nos capisco. Miento.
                                               Miento
                                                                      Miento
                                                                                              Miento 
Aún lo más cercano me es completamente ajeno. ¡Tanta desnudez dilapidada!
Ahora debo cocinar. Luego, debo limpiar. “¿Me trae un plato de Sentí - miento a las finas hierbas, por favor?” Todos los aguacates están tiernos y cuando los toco, al mejor estilo de las abuelas catadoras, siento en mis dedos sus gritos verdes.
De algún lugar de La Mancha me llega un olor: “para no verte tanto, para no verte siempre, en todos los segundos, en todas las visiones…” No, perdón, no es un olor: es Silvio cabalgando en su unicornio azul.
¿Quién fue el imbécil que dijo eso de “querer es poder”? Malditas frases de autoayuda, siempre tan destructivas.
Io non sono una ragazza, por ende, NO PUEDO. Sigan creyendo en eso, ingenuos. Sigan creyendo en Coelho y sus obvias sentencias disfrazadas.
 ¿Y en Nietzsche? Lamento decirte que después de leerte siento más culpa, más remordimiento, más temor de Dios. ¡Que se evidencie mi analfabetismo filosófico!
Ahí está de nuevo tan deportivamente... Literalmente…
Y los vecinos que quieren hablar conmigo. ¿De qué quieren hablarme, viejos libidinosos? No pueden despegar sus miradas ebrias de mis senos aún en alza. ¿Cómo retendré los escasos restos de primavera? ¿Quieren hablar del clima capitalino sólo para quejarse de lo único hermoso que aún le queda a ésta ciudad? ¿De lo único que tantos depredadores propios y foráneos aún no han logrado dañar? ¿El clima? ¿La lluvia? Deberían largarse de una buena vez.
La solución no es el tercer carril, Alcalde. Hablaré de política con mis loros. Están de acuerdo: a todo me contestan: "¡Hurraaaa!" 
Una paloma desafía su instinto natural y cruza la calle caminando, muy oronda, contoneándose. Hablaré también con ella:
“La política debería interesarte, le digo: ¿qué tal que quieran sacarte de los aleros de la Catedral Primada con chorros de agua? ¿Y si te envían al ESMAD para que desalojes la Plaza de Bolívar?
Huye despavorida. No hablo el lenguaje de las palomas.
¿Les conté que murió mi adorado Pánfilo?
Bueno, al fin encontré un aguacate que no grita desesperadamente cuando le toco y que se alegra de acompañar mi ajiaco. (No saben qué es ajiaco, ¿verdad?)
Josefa canta sola. Ella canta sola. Solalalalalalalala……
…viene deportivamente...pero hoy me importan cinco el abdomen plano, las uñas y las cejas arregladas. Hoy soy un árbol inmóvil y añoso.  
El olvido es un lujo que pocos pueden darse ¿Y qué es la costumbre sino el doloroso arte del fingimiento?
“Todo está bien: el verde en la pradera”, diría Carranza. Los vecinos pensarán que soy antipática. Esbozo una sonrisita insulsa:
“Bien vecino, muchas gracias”,
“sí, qué frío está haciendo hoy”
“Ahora sí se metió el invierno, toca que no se moje, vecinita”, contesta el muy majadero.
¿Qué hago con el cuenco vacío de mis manos? ¿Mis pobres extremidades que se ramifican débilmente? Tal vez deba podarlas.

Silvio ya está de regreso. Llora. Ha perdido su unicornio. ¡Cómo si fuera el único que ha perdido algo azul!

23 de febrero de 2014

Sport fashion


Por Soledad Cadena

Querida mujer que cumples religiosamente la cita dominical con tu salud, luciendo tus mejores galas deportivas; las gafas oscuras y la visera; las costosas zapatillas, no sé cómo decirte esto sin que te ofendas: qué ridícula. Y no lo digo por tu atuendo que envidio sinceramente, no, no creas eso: lo digo porque antes de salir gastaste más de media hora frente al espejo maquillándote y peinándote como si fueras para una fiesta de gala, pero con sudadera.

Y veo que procuras trotar, que haces tu mejor esfuerzo; llevas tu botellita de agua en la mano y tal vez llevas del lazo a tu perrito desesperado, impaciente. O tal vez montas una bicicleta al lado de tu amiga idéntica para ejercitar la lengua hablando de cosas triviales, para no aburrirte, para no estar sola. O tal vez prefieres caminar; así evitas sudar para que el maquillaje no se estropee.

Y me ves pasar cerca de ti, a 10 o 15 kilómetros por hora, sudorosa, jadeante, quemada, luciendo mis únicas y estropeadas prendas deportivas y pensarás a tu vez: “qué ridícula”, mientras en secreto te preguntas qué hago para estar tan delgada, sin darte cuenta de mi esfuerzo monumental para esconder la incipiente barriga que amenaza con descolgarse en cualquier momento. Y yo también te envidiaré, por haber  relegado la estética al atuendo y al maquillaje, porque te importa cinco que los pliegues de grasa se marquen en tu ceñida blusa de tiritas, porque seguramente llegarás a casa y almorzarás lo que se te venga en gana sin cuidar las calorías, sin reparar si hay más de una harina, sin tener en cuenta la ingesta de grasas. Y encima, no te dolerá en lo absoluto tomar Coca Cola o cualquier otra bebida saturada de azúcar.  

Entre tanto, yo seguiré trotando. Y mañana y todos los días seguiré haciendo mi mediocre rutina de 30 minutos para tonificar glúteos y piernas y por supuesto, abdominales. Muchas abdominales. Y así seguiremos odiándonos en secreto como solemos hacer las mujeres; siempre envidiando y criticando algo en la otra. Y seremos bellas, querida mujer, cada una a  su manera. Bellas y vanidosas. Tú en atención a tu atuendo y tu maquillaje y yo en atención a mi cuerpo.

Pero jamás seremos amigas.