15 de noviembre de 2014

CON TODO EL CORAZÓN

Por Mary Zamora



“Cualquiera puede dominar un sufrimiento, excepto el que lo siente”. Shakespeare



Treinta años de edad, cinco de ellos en lista de espera, era la dolorosa cuenta que Joel llevaba de sus días paradójicamente inciertos por la misma certidumbre de un desenlace inminente, a menos que apareciera un donante compatible.
Apenas pudo gozar de buena salud durante las primeras ocho horas de nacido, al cabo de las cuales varios signos inequívocos, entre ellos una tenue pero persistente coloración azul de los labios, le indicaron al personal médico que algo no estaba bien con su incipiente corazón. Luego de una serie de exámenes y sus correspondientes explicaciones herméticas, los afligidos padres lograron entender que su hijo sufría una malformación cardíaca consistente en que el lado izquierdo del corazón no bombeaba suficiente sangre al cuerpo, por lo cual debía ser intervenido de inmediato.

Pese a ello, y gracias a los cuidados y observancia estricta de las indicaciones médicas, Joel pudo llevar una vida parcialmente normal hasta los 25 años, edad en la que su condición clínica se deterioró hasta el punto de hacerse necesario un trasplante. Nuevamente tuvo que ser sometido a penosos análisis de toda índole antes de ser incluido en la lista de espera nacional de casi 3.000 personas con diferentes padecimientos.
En adelante, la vida de Joel y sus padres se limitó a la abrumadora costumbre de esperar, aún sin fe, una llamada que llegó finalmente con cinco años de retraso: Joel era el candidato con más probabilidad de éxito gracias a las compatibilidades con el donante en cuanto a peso, talla, grupo sanguíneo y tamaño del corazón, sin hablar del grado de urgencia que presentaba. Había esperado cinco años, pero el nuevo corazón solo podía esperar por el unas cuatro horas sin circulación sanguínea antes de echarse a perder, así que se encaminaron de inmediato a la clínica con una felicidad no exenta de censura, al ser conscientes de que su fuente era la muerte de un extraño. Muy pocos conocerían la historia de aquel donante anónimo y su decisión terminal de apuntar un arma contra sí mismo.

Salvo algunas complicaciones menores que alertaban sobre un posible rechazo del organismo al corazón intruso y que fueron tratadas con medicamentos, todo marchaba bien para Joel, por lo que fue dado de alta un mes después.
Durante su estadía en la clínica y sin reponerse aún de la emoción que significaba volver a la vida gracias a la generosidad de un desconocido, Joel tramitó su carné como donante de órganos. La experiencia le había mostrado que contribuir al bienestar de otros estaba por encima de mitos tan ridículos como la mutilación y desfiguración del cadáver o la eventualidad de no tener un cuerpo completo para cuando su alma quisiera regresar.

Al cabo de seis meses de juiciosa recuperación Joel se sentía pleno. Ahora conocía la gratificante sensación de gozar de buena salud. Reanudó sus estudios e integró a su vida la práctica del ejercicio físico. Un año después nadie diría que se trataba del mismo joven demasiado melancólico para su edad pero a la vez demasiado enfermo como para no sufrir de melancolía.

No obstante, la nueva vida trajo a Joel padecimientos desconocidos. Para no alarmar a sus padres prefirió resguardarse en la seguridad rotunda de los chequeos que no mostraban signos negativos, pero lo cierto era que desde hacía algún tiempo había comenzado a sentir una especie de estrechez en su pecho, como si en lugar de un corazón tuviera muchos pujando por salir. Otras veces, sin razón aparente, sentía resoplar su corazón con la bravura de cien toros. En ocasiones era como si el lugar del corazón hubiera sido vaciado por completo y entonces debía escuchar atentamente para comprobar si aún continuaba allí.
Asustado y sin entender qué estaba sucediendo, pensó que lo mejor era alejarse por un tiempo de la casa paterna y respirar aires nuevos con la esperanza de que fueran benéficos, así que decidió emprender un viaje en solitario, venciendo pacientemente las razones de sus padres que lo consideraban un despropósito para alguien con sus antecedentes médicos.
Una vez lejos, trató de convencerse así mismo de su mejoría, pero en vano. Le acompañaba un desasosiego constante que no logró conjurar ni aún con los recién descubiertos placeres del cuerpo. La vida que tanto deseó disfrutar le resultaba monótona e insípida y no hubo divertimento alguno capaz de alejar el hastío.

Entendiendo que no se trataba de una actitud normal buscó toda clase de ayudas, incluso de tipo psicológico y espiritual, y quedó sorprendido con el nuevo y unánime diagnóstico: estaba enamorado. Algunos le dijeron que el efluvio benéfico del tiempo se encargaría de todo. Otros le aconsejaron intentar una reconciliación, pero todos quedaron desconcertados cuando Joel les aclaró que jamás había amado a mujer alguna.
Desesperado y más confundido que antes, repasó milimétricamente sus esporádicas relaciones, pero por ninguna de aquellas mujeres advirtió sentir algo equiparable al amor: ni siquiera pudo relacionar sus nombres con sus rostros. Sin embargo, hizo todo lo posible por ubicarlas y concertar un nuevo encuentro, con la ilusión de que alguna traería paz a su corazón desconocido, pero el resultado fue desalentador: no amaba ni era amado por ninguna de ellas.

Dado que el viaje no había surtido el efecto deseado, Joel regresó a su hogar confiando en que la cercanía de sus seres queridos serviría de paliativo a su aflicción. Los meses siguientes se le fueron en la búsqueda infructuosa de esa mujer ignorada, agravados por una fama de donjuán que acrecentaba aún más su sufrimiento. De otro lado, los chequeos no podían arrojar mejores resultados: su corazón era fuerte y se había acoplado muy bien al receptor. Paradójicamente, Joel no lograba armonizar su salud física con su salud emocional, pero aún así procuraba mostrarse cálido y afable ante su familia.

Divagó un tiempo más en medio de la desesperanza de conocer mujeres sin que ninguna fuera ella, así que una vez cumplidos los tiempos estipulados por la ley, se enfocó en la búsqueda de información sobre su donante. Tan pronto la tuvo en sus manos y la hubo leído, comprendió que su condena, al igual que la de aquel infeliz que un día claudicó ante la tiranía de los celos decretando el fin de su vida y la de ella, era inapelable.
Sin pérdida de tiempo buscó la manera de acabar con sus padecimientos irremediables. ¡Con qué increíble fluidez se conjugaba todo para facilitarle la hora aciaga! De regreso en casa ni siquiera se dio tiempo para pensarlo mejor: con mano convulsa garabateó una escueta nota de indulgencia para sus padres y ya dominado por el destino, acomodó en su boca lo mejor que pudo la Smith and Wesson que acababa de conseguir.


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Horas después, y luego de haber sido declarado clínicamente muerto, el cuerpo de Joel era examinado rigurosamente con el ánimo de rescatar y donar sus órganos y tejidos sanos, de acuerdo a la voluntad expresa de su dueño y al dolorosísimo consentimiento de los padres. En ese momento en algún lugar, alguien recibía la llamada que llegaba al fin con un retraso de meses o quizá de años, pero muy pocos conocerían la historia de aquel donante anónimo y su decisión terminal de apuntar un arma contra sí mismo. CON TODO EL CORAZÓN - (c) - MARISELLA ZAMORA

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