Penúltimo deseo
Cuando
comenzaron los síntomas de tan extraña enfermedad, su médico le prohibió fumar
y beber. Vinieron las extenuantes terapias, las inútiles medicinas, las
incómodas preguntas de los especialistas. Nada. Su condición empeoraba día tras
día, al punto de no poder pararse de la cama. El desenlace era inminente. La familia,
el clérigo y los socios de la empresa, se reunieron junto a su lecho. Él,
articulando apenas con la sombra de su voz, pidió su último deseo: una copa
de vino, ojalá del viejo vino tinto de sus bodegas. ¿Quién podría
negárselo? Por fortuna, nadie. Hoy, goza de buena salud.
Erase un hombre a una nariz pegado....
...literalmente.
Ello le había valido toda suerte de burlas y miradas de repugnancia, haciendo
crecer en él su resentimiento aún más que su nariz, hasta el día en que
consiguió aspirar el aroma de las flores del pueblo. Lo retuvo. Caminó
rápidamente hacia su casa así, henchido de fragancia y en cuanto llegó, lo
exhaló en un recipiente. Su vida tenía sentido ahora: salir, inhalar un aroma y
depositarlo en un frasco. Los coleccionaba.
Los
habitantes no entendían por qué las rosas, el café, el estiércol, los críos
recién nacidos y hasta las sábanas curtidas de sexo habían perdido su olor.
Pero alguien sabía la verdad y no iba a permitir el hurto de los aromas, así
que un día, entró impetuosamente por la ventana y en un santiamén derribó los
frascos, liberando los olores, quienes se esfumaron agradecidos.
Ahora
el hombre anda buscando la manera de vengarse del viento.
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