Anoche
murió Pánfilo. Lo encontré tirado a eso de las 9, la cabeza contra el piso,
ligeramente ladeado, como si hubiera caído desde arriba sobre uno de sus
costados. Apenas si pude musitar su nombre estando allí, de rodillas junto a
él, mirándole. La inundación subía por mi garganta tan velozmente como subía yo
las escaleras para darle a mi familia la mala noticia. Miré a mi esposo unos
segundos, los suficientes para que adivinara mi dolor, y a su pregunta
respondí: “Pánfilo se murió”. Bajé de
nuevo rápidamente, confiando en que tal vez estuviera equivocada. Quizá sólo
dormía. No fui capaz de tocar el cadáver, de inspeccionarlo. ¿Y si continuaba
con vida y no lo auxilié?
Mi
esposo tardó un poco en bajar. El impacto de la noticia o la poderosísima
fuerza de atracción del televisor se lo impidieron. Lo tomó con especial
cuidado. Lo atrajo hacia sí. Era muy pequeño. Le preguntó en un arranque
pueril, “¿porqué te moriste? ¿Qué te pasó
Pánfilo?” Y cual si fuera un experto forense, comenzó a inspeccionar todo
su cuerpecito, dictaminando que el deceso debió ocurrir hacia poco, pues aún
estaba tibio. Incluso, dijo que parecía haberse atragantado con algo e intentó
revivirlo. Yo apenas si podía mirar sus ojitos entornados y acariciar con uno
de mis dedos mojados de llanto su frágil cabecita inerte.
Entonces
comprendí que no había nada qué hacer. Le pedí que se lo llevara fuera. Mañana
veríamos dónde enterrarlo. Mi hija observaba más bien con curiosidad. Intentó
consolarme como se hiciera con un niño que no comprende el significado de la
muerte. Tal era mi afectación.
Recordé
el día de su llegada. Recordé que rogaba que no se muriera casi de inmediato
como me había pasado con los demás. Por fortuna él resultó ser más fuerte. Al
poco tiempo llegó Josefita para acompañarlo. Verlos juntos era un verdadero
placer: sus mimos, sus peleas, sus arrumacos, la forma en que Pánfilo la
perseguía o esa manera tan suya de hacerle saber que él era quien mandaba. ¡Y
ni qué decir de sus piruetas amatorias! Al principio era muy torpe y Josefina
se desesperaba, le reñía, se alejaba. Pero al paso de los días, luego de mucha
paciencia y práctica, se hizo todo un experto. Recordé su dispersa alegría. Recordé
también su aire melancólico. Ya no pude recordar más…las lágrimas inundan los
recuerdos.
Esta
mañana Josefita estuvo muy triste durante unas horas. No quería comer. Miraba
con sus enormes ojos negros en silencio, sin inmutarse, el lugar vació donde viera
por última vez a Pánfilo.
Sé
que no les importa; sé qué pensarán que exagero, pero anoche murió Pánfilo, mi
bellísimo periquito azul y estoy triste.
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