13 de abril de 2014

Cuatro décadas

Capítulo III. Otros peligros

Por Soledad Cadena


(Capítulo I, aquí)
(Capítulo II, aquí)

La adolescencia comenzaba a acariciarla con sus incómodos dedos. Desde muy pequeña, su madre le había advertido de “ciertos peligros” que corren las niñas y en general las mujeres. De alguna manera, pero sin comprenderlo del todo, era consciente de esos “peligros” porque los veía reflejados en la mirada de su padrastro. Tan así, que cada vez que doña Rosa tenía un nuevo parto, Sol pasaba la noche en casa de doña Emilia o de doña Evelia, “por precaución”. 

Tan así, que cuando regresaba a la casa de la escuela y sus hermanos no estaban porque estudiaban por la tarde, ella se iba con su uniforme raído, sus zapatos desfondados y su hambre, derechito para la biblioteca de La Romano y allí, mientras leía, esperaba a que sus hermanos regresaran primero a casa para no estar sola con don Pablo..

Fue también por esa época en que su padrastro se tornó más violento. Todas las noches buscaba problema: “Rosa, su hija anda por ahí mostrándose como una zorra, pelándole el diente a cuanto hijueputa se le atraviesa por la calle”.

Y así todas las noches. La familia ya sabía lo que les esperaba. Se recostaban en la cama con todo y zapatos puestos. Muchas veces tuvieron que huir. La bestia que golpeó inclemente a Joe, blandía machete y amenazaba con matar a “todos estos malparidos”, con estallar el cilindro del gas, con quemar la casa. Las lágrimas que no conmovieron antes, tampoco lo hacían ahora. Ya no era tiempo de lágrimas. Buscar asilo temporal en la casa de algún familiar, de algún vecino, “mientras al señor se le pasa la perra”, repetía doña Rosa.

Al otro día, mal dormidos y hambrientos, cada uno regresaba a lo suyo. El trabajo. El estudio. La vida no se detiene porque a usted se le detenga el corazón cuando escucha a la bestia llegar con su infierno de tragos.

La escena se repitió una y otra vez durante años como un deja vu. Eso, sumado a la sensación de impotencia, fue el combustible que alimentó el odio, el rencor, la venganza, el deseo de muerte. Pero no de la muerte propia, no. El deseo de la muerte ajena. La niña noble y dulce, por todos querida, por todos alabada, la que los vecinos ponían como ejemplo para las demás, deseaba que aquel hombre miserable muriera. Tan así, que ya había pensado la forma de conseguirlo. Tan así, que ya había preguntado en la droguería veneno para ratas (que abundaban, por cierto), tan así, que ya estaba ingeniándose la manera de ahorrar unas monedas para comprarlo.

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