Capítulo II. El diablo anda ebrio
(Volver a leer el Capítulo I aquí)
El grado de responsabilidad de don Pablo era
inversamente proporcional a su grado de embriaguez. Doña Rosa debía trabajar
en procura de alimento para sus hijos y Sol debía ser a la vez madre de sus
hermanos, empleada de la casa y eventualmente, estudiante. Los ingresos de la
señora Rosa lavando ropas o limpiando casas eran ínfimos; si se compraba
panela, no se compraba arroz. Si se desayunaba, no se almorzaba. “Cuando hay se come, cuando no, se aguanta”,
repetía siempre la buena mujer. Entonces Sol se guardaba la pena y la
vergüenza en algún bolsillo, preferiblemente roto y salía, con los dos hermanos
más grandecitos a buscar “chatarra” entre las basuras del vecindario para
venderla. Es increíble cómo sirve lo que no sirve: cartón, hueso, vidrio,
alambre, periódicos viejos, etc., se convertían entonces en una libra de arroz,
en una panela, en una libra de papa, en pan y a veces, ¡hasta en huevos y
leche!
Cada vez que Sol acababa de enseñarle a
caminar a uno de sus hermanos, llegaba otro. Tal vez debió retrasar el proceso
y enseñarles a caminar cuando tuvieran dos o tres años. A Migue tuvo que
enseñarle a caminar dos veces. Los tiempos eran más difíciles que de costumbre.
Había, como decían coloquialmente, “abundancia de escasez”. Los niños menores
estaban enfermos. La fiebre no bajaba, aunque los bañara con agua tibia y les
diera las medicinas religiosamente. Doña Rosa tuvo que salir a buscar ayuda.
Había un par de vecinos que estudiaban enfermería. Pasaba el tiempo. No
llegaban la madre ni la ayuda. Sol cargaba en su brazo derecho a Migue y en el
izquierdo a Lucho. De pronto, el pequeño Migue no pudo más: sus ojitos
velados por el llanto se quedaron inmóviles, mirando al vacío, tal vez en busca
de alivio. Su cuerpecito se puso rígido, se contrajo. Era como cargar un pedazo
de madera. Lucho,el otro pequeñín, no paraba de llorar. La niña lloraba sus
dos niños. La madre no llegaba. La ayuda tampoco. La niña, con las dos pequeñas
vidas en sus brazos, corrió tan rápidamente como corrían las lágrimas por sus
mejillas, hacia el centro de salud. Migue tenía salmonelosis. Estuvo
hospitalizado por varias semanas. Cuando regresó, había olvidado caminar, hablar,
comer, utilizar la bacinilla…
Es preciso también hablar de Joe. Todo en él,
hasta sus grandes y melancólicos ojos, era amarillo. Don Pablo lo había
recogido en la calle, famélico, los puros huesos. ¡Los niños tenían ahora una
mascota!
Los vecinos, a quienes siempre les sobraba
algún plato de comida del hijo que había llegado tarde y no cenaba ya, y que,
conocedores de la situación de Sol y su familia, la llamaban haciendo siempre
hincapié: “está limpia, mija, nadie la ha
probado, es que nos da pesar botar la comidita así”, ahora también tenían sobras de sobra para Joe, quien al poco
tiempo, lucía fuerte y regordete. Un perro gordo en medio de tanta miseria,
también parecía un insulto. Pero daba gusto verlo, jugar con él, correr con él,
gritarle: “Barrabás, bás, bás” y escucharlo aullar, como si ese nombre le
recordara alguna de sus vidas pasadas…
Una noche, el padrastro siempre ebrio llegó
más ebrio que de costumbre. Joe no estaba de buenas pulgas. Comenzó a ladrar.
¡Más te valdría no haberlo hecho,
querido amigo! Esa noche, tú recibiste los golpes que la madre no recibió.
Como ya había recibido muchos, viniste a
relevarla. Una bestia golpeaba sin piedad a un animal atado a una viga, e
indefenso. Las súplicas no escuchadas de los niños, las lágrimas de la
infancia, a menudo tan conmovedoras, aquella vez no conmovieron. Es imposible
mover a la piedad a quien nunca tuvo corazón.
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