28 de diciembre de 2013

Verde desesperanza

Por Soledad Cadena

(Encuentra éste y otros relatos en Universo de libros y Diversidad Literaria).

Un día, el Verde decidió marcharse definitivamente; lo hizo a la vista de todos, pero estaban muy ocupados para notarlo, aunque les hubiera dado la oportunidad de echarlo de menos, empezando a partir poco a poco.
Primero, decidió retirarse de las plantas que a manera de accesorio, adornaban las oficinas y salas de los hogares. Quienes lo notaron hicieron caso omiso, pensando que simplemente  se habrían secado por efecto del clima y que pronto reverdecerían. El vértigo de la vida diaria no da tiempo para ocuparse de esas insignificancias.
Viendo que eso no era suficiente para llamar la atención, optó por abandonar los pocos árboles que aún existían; al parecer, logró el efecto contrario, pues a quienes lo notaron les pareció un hermoso espectáculo de la naturaleza ver  los árboles revestidos de gris. 
A pesar de estas derrotas, el Verde no se dio por vencido. Pensó que tal vez si se retiraba de las pocas montañas vírgenes que rodeaban la ciudad, lograría el efecto deseado; con dolor se despidió de ellas y una mañana de domingo, buscando la mayor cantidad de espectadores posible, se replegó lo más que pudo, se escondió en una pequeña gruta lejana y esperó ansioso la reacción de los ciudadanos. Pero las horas pasaban y muy pocas personas comentaban el extraño fenómeno:
-       “¿Las montañas se ven grisáceas, no le parece vecina?”
-       “Es verdad, no lo había notado; ¿será por efecto del calor que hace por estos días?”
-       “Sí, debe ser, ¿No escuchó usted algo sobre unos árboles grises? Es por lo mismo.
Eso fue todo.
El Verde pasó una noche terrible acurrucado en su gruta, su noble ego herido, pensando en el paso definitivo que iba a dar. Redactó una nota para la Asociación de Colores del Arcoíris donde daba cuenta de su retiro del colectivo.
A la mañana siguiente, el Verde había desaparecido de toda verdura y legumbre que estuviera destinada a esa comunidad. Pero, lamentablemente para él, el  inusual fenómeno fue explicado por estudiosos que no sabían y aceptado por  habitantes que no entendían.
Estaba decidido. Ese fue el último día que le verían allí. Recogió sus pocos vestigios alojados en jardines, campos de fútbol y separadores de avenidas y se refugió en la gruta.
Así fueron pasando los días; poco a poco la falta de Verde comenzó a hacer mella en la vida perfecta de los habitantes; las verduras y legumbres llegaban todos los días a los mercados, sólo que ahora eran grises; las autoridades ambientales y de salubridad recomendaban no consumirlas. Para contrarrestar tal situación, se optó por importar dichos alimentos, pero extrañamente, tan pronto llegaban a los mercados, adquirían el desagradable color gris.
El calor cedía y la temporada de lluvias se avecinada; la comunidad confiaba en que todo reverdecería, pero no fue así; a pesar de los aguaceros, árboles, montañas y alimentos seguían siendo grises. Los informes, estudios y noticas al respecto eran escuchados atentamente, con la esperanza de entender qué estaba pasando y sobre todo, cuándo se solucionaría.
Se alzaban voces a favor y en contra de cualquier argumento: algunos culpaban abiertamente a los fabricantes de fertilizantes, herbicidas, fungicidas, plaguicidas, etc. Otros, hablaban de castigo divino y por enésima vez, del fin del mundo. Los más osados, defendían la tesis de posibles invasiones alienígenas, no así los estudiosos, quienes aseguraban  que todo se debía a los efectos del cambio climático. Fue en ese punto cuando se hizo necesario hacer venir a  los Mamos de la Sierra para que haciendo uso de su sabiduría milenaria, invocaran al Verde y le pidieran que regresara.
¡Qué soberana majestad la de estos ancianos! Les bastó con ver el imperio del gris reinante para saber lo que pasaba. De inmediato, pidieron convocar a la comunidad en sus plazas centrales esa misma noche, mientras ellos, poseedores de todos los secretos de la Madre Naturaleza y conocedores de su lenguaje sagrado, se encargarían de hablar con el Verde.
No les fue difícil encontrarlo; él quería ser descubierto. ¡Qué felicidad sintió al recibirlos! Tembloroso, como un niño asustado y bañado en llanto, les refirió todas sus tristezas acumuladas durante años de olvido; cómo lo habían desplazado cada vez más, en aras de su civilización de hierro y concreto.
Entonces, la comunidad expectante al abrigo de la noche, fue testigo del espectáculo más hermoso que hubiese podido ver mortal alguno: ni los rayos del Sol despiden tal claridad y belleza como la que despedían los rayos del Verde aquella noche mágica. Una sinfonía, una gradación de tonos verdes inundó el cielo, bañó la tierra y lo regó todo. Por espacio de un minuto, el Verde se mostró en su real magnitud, pleno, rebosante, feliz.
Los ciudadanos casi no pudieron dormir esperando que llegara la mañana para ver cumplida la promesa que el Verde había hecho a los Mamos.

Por su parte, el Verde aún espera pacientemente ver cumplida la promesa de  los ciudadanos. 

24 de diciembre de 2013

El regalo no prometido

Es navidad. Se supone que en un par de horas algo mágico debe pasar, pero ya no estoy tan segura. Voy, como todos los años camino a la casa materna. ¡Pobre casa, que naciste decrépita y desvalijada y apenas ahora, después de tanto tiempo, comienzas a parecer una casa!Ya presentías las batallas desiguales que se avecinaban, de las que ibas a ser el campo. Los oídos de tus paredes siempre fueron sordos y más ahora que ostentas victoriosa una capa de pañete. 

Pero es navidad y estás hermosa, aún con el esperpento de sombrero que don Pedro, el constructor de marras, tan ingeniosamente instaló en tu cabeza . Y esta noche estarás llena, tan llena como siempre, o más que siempre. La familia ha seguido creciendo. Creced y multiplicaos es el mandato y pocos han querido desatar la ira divina. 

Es navidad y como de costumbre la madre con sus múltiples cansancios acumulados, no dormirá esta noche. Velará. Vigilará. Sus adultos bebés beben y beben y vuelven a beber. (Jajaja, los mismos chistes flojos a propósito del villancico). Y ella, tan solícita, preguntará una y mil veces si este ya cenó, si el otro ya se bañó, si el de más allá ya llegó, si aquél quiere ésto o lo otro y sus ojitos todavía verdes brillarán cuando los nietos destapen los regalos. Y se quedará mirando extasiada y feliz, mi bella niña de sesenta años, mi blancuras, mientras sigue esperando en secreto ser ella quien destape los regalos.   

19 de diciembre de 2013

Juegos de barro

Por Soledad Cadena

Te pusiste a llorar torrencialmente, como buscando generar un segundo diluvio universal y apenas inundaste un par de calles, arrastrando algunas casas. 
Frustrado, lanzaste electrizantes improperios que terminaron cercenando  los desvalidos brazos de los árboles. 
Sacudiste la túnica de nubes viejas, desatando un polvillo sucio y milenario que cubrió de gris las montañas. 
Somos tu lado oscuro, viejecillo, y nada de eso te alcanza, doctor Jeckyll, doctor Frankestein. ¿Acaso pretendes borrar de un solo tajo tu incontinencia creadora con meras bravuconadas? ¿A quién le pedirás consejo ahora? Ahora que agotaste el omni de tu potencia, ahora que perdiste el omni de tu presencia, ahora que olvidaste el omni de tu sapiencia...
Hitler podría ilustrarte sobre exterminio masivo, si quisieras.

Debes reconocerlo: tu creación se te salió de las manos hace tiempo. Cansado del juego, quisiste abandonarlo pero, ¡oh sorpresa!: no hay nadie a quien ceder el turno, nadie más lanza tus dados, nadie más mueve tus fichas, nadie sacará por ti un conejo de un sombrero de gran copa ¿Creíste en el sofisma de las tres personas? Pues no, no estás soñando. No sirve de nada que te concedas cinco siglos más de sueño, que apagues tu despertador, gires sobre tu cama y te arropes dándonos la espalda. Tú te metiste, tú te sales. Punto.

Hace siglos te pareció muy divertido y fácil. Imaginar verdes sinuosidades y llamarlas montañas; un chasquido de tus mágicos dedos y hacer aparecer un mar por aquí, la luna con sus caras por allá, el sol de camaleónicos reflejos naranja, rojo o amarillo, oculto más allá; tu pincelada oscura y fue la noche, tu pincelada alba y se hizo el día. Cardar un tanto tus cabellos blancos para arrojar así manotadas de nieve y con un parpadeo escurridizo, dejar brotar el agua. ¡Qué maravillas Señor, qué maravillas!

¡Pero tenías que jugar con barro!... ¿por qué tuviste que jugar con barro? ¿Acaso aún no comprendes que el barro es tu manzana?

7 de diciembre de 2013

Cuatro décadas

Capítulo I. Retrato familiar.

Por Mary Zamora
Una niña delgada y pálida, está sentada justo al borde de una viga de concreto. Es 1987 y ella tendrá a lo sumo 10 años. Toda su vida, como la de aquel viejo desafortunado de la historia de Hemingway, parece reposar en sus ojos. En el balanceo de los pies descalzos la acompaña su hermano, algo menor que ella. Hace frío, mucho frio. Vientos cruzados que arrastran tras de sí palabras muertas mezcladas con las últimas gotas de un furioso aguacero. No en vano Bogotá es conocida como “la nevera”. Situada en el centro del país, rodeada de montañas gigantes e indefensas, la bella ciudad gris recibe a los viajeros con un soplo de frío como una bofetada.
Los pequeños sostienen en sus manos agarrotadas algo parecido a un plato de sopa: es una mísera mezcla de agua, harina, sal y un poco de manteca. ¡Pero está delicioso! El hambre no tiene cara de perro, como dicen por ahí. El hambre tiene el mágico poder de transformar cualquier bocado, por insignificante que sea, en un manjar.
Más allá, doña Rosa, la madre que parece no terminar de estar embarazada, camina encorvada y en silencio, un trapo sucio amarrado en la cabeza  para protegerse del frío. Al fondo don Pablo, el padrastro de la niña, parece no terminar de estar ebrio. Es delgado, le acompaña un tufillo inagotable y  las palabras soeces escapan asustadas de su boca.
Lo mejor es apurarse y volver a trabajar. Están construyendo la casa. Para ello, debieron invadir el lote contiguo, propiedad de un vecino e improvisar allí una casucha. Adentro, otros dos pequeños lloran. Parece que no terminan de estar enfermos. Que si la fiebre, que si la diarrea, que si serán los dientes, que eso debe ser una infección, mi señora. En fin.
Sol tenía ocho años de edad, cuando el  tío Eufrasio, hermano de su madre, le  regaló todos los útiles y uniformes necesarios para comenzar a estudiar. La escuela Distrital Los Almendros quedaba a media cuadra. Le compró cuadernos de “Los Pitufos”, con hojas blancas y hermosas; eran un lujo en medio de la miseria. Casi un insulto.
En los años sucesivos, las cosas cambiaron. El tío benefactor tuvo sus propios hijos, sus obligaciones. No más cuadernos finos. Para cursar su segundo grado,  armada con toda la inocencia de una niña de 11 años, tocó cada puerta del humilde barrio y pidió “una ayudita, por favor, para comprar mis cuadernos. Es que quiero estudiar y mi mamá no tiene plata para comprármelos”.
Todo indica que le fue bien, pues no sólo compró los suyos, sino los de su hermano. Claro, no eran de “Los Pitufos”. Eran de pastas marrón y hojas amarillas. Pronto descubrió que en ellos se aprendía mejor que en los otros. Había que poner más atención al leer, no fuera que el amarillo terminara tragándose el negro de las palabras. Para el año siguiente, le había pedido a sus compañeros de clase que le regalaran sus cuadernos viejos. Arrancó las hojas limpias que aún quedaban, las legajó y así obtuvo nuevos cuadernos. Además, la profe Liliana Mendieta, se había inventado una manera de educar a los niños que desperdiciaban hojas: tenían que llevar un cuaderno como castigo. Adivinen para quien.
Por esa época, la señora Emilia, una de las vecinas, se cambió de barrio. Vino a despedirse trayendo consigo una enorme caja de cartón: “Estos libros eran de mis hijos, ya no los necesitan, si los quiere, doña Rosa, se los regalo”.
Señora Emilia, donde quiera que esté, sepa que todas las veces que su conciencia pura no la dejaba sentarse a la mesa porque sabía que frente a su casa cuatro niños (que luego fueron seis y luego ocho y que podrían haber sido diez o más), engañaban el hambre con harina y sal, y entonces usted iba, toda compasiva y dulce, llevando leche y pan y a veces huevos,  todas esas veces juntas no se comparan con el regalo que llevó aquella última vez.

A partir de entonces, la niña no era vista de otro modo, sino con un libro. “Parece que viviera en otro mundo”, decían. “Suelte ese libro y venga y me ayuda”. Si hubieran sido campos de trigo o cebada, los habría asolado. Leía con avidez, casi atacando las páginas. El diccionario siempre a la mano. A los 11 o 12 años no conoces muchas palabras. A los 13 años, Sol conocía demasiadas. 

4 de diciembre de 2013

Media Hora

7:30. Llueve. Un furioso ejército de gotas encuentra la muerte en manos de su enemigo, el cristal. Me pregunto qué sentirán al morir así, desintegradas, unas sobre otras. Son como sangre transparente, límpida, impoluta.  Resbalan. Caen. Mueren.  

La gente, temerosa de la lluvia, corre a resguardarse. Una valiente anciana, camina lentamente por la plaza. Cree conjurar la furia de aquella tempestad con su paraguas. Ridículo artificio es el paraguas. La lluvia ahoga los sonidos. Los digiere y devuelve deformados. La escucho lamentar sus múltiples bajas. ¿Qué voy a hacer con mi vida?, me pregunto entonces, como si aún fuera una adolescente. Nada. Nada porque llueve. Nada mientras llueve (creo que así se llama una novela de Soto Aparicio, “Mientras llueve”).

Las ventanas de los apartamentos deshonrosamente diminutos semejan fauces muertas. Algunos ostentan una débil luz. Otros continúan agazapados en la penumbra. ¡Corran, corran porque se mojan, huyan de la lluvia! ¿Qué voy a hacer con mi vida, Dios mío? Pensar. Escribir. Trabajar.  Amar. Pienso en él. Él, sus manos. Él, sus labios. Él, su lengua. La depresión de su espalda es una duna suave y uniforme donde me deslizaría feliz. ¡Corran, la tempestad arrecia! Olvidé ponerle agua frescas a mis periquillos. 

Las aves, hermosas aves, frágiles, delicadas y sutiles. ¿Quién sentiría temor de ellas? Un día, abrí la puerta de su jaula y los insté a salir pero no lo comprendieron. Bueno, al menos el encierro no afecta en nada su envidiable vida sexual.  ¿Qué voy a hacer con mi vida? Si me dan una vida debería saber qué hacer con ella. Alguien, en algún negocio, acaba de hacer algo horroroso: le ha subido el volumen a una especie de pseudo música. Una espantosa letra me hace pensar que defecar es un acto más sublime que el mismo acto sexual que allí se describe. Eso es jurisprudencia del Senador Gerlein: excremental, sucio. (Si hace clic sobre la palabra gerlein, sabrá de quién diablos le estoy hablando)

¿En qué iba? Ah, sí. Ya lo recuerdo. Las aves, curiosos animalillos. Un pajarraco asiste todos los días a un duelo consigo mismo ante el vidrio espejo de un tercer piso en una de las casas de mi barrio. Pelea cual gallo fino pero el otro le devuelve los mismos embates, las mismas pintas, los mismos picotazos. Tal vez algún día se canse y declare un empate.

8:00 en punto. ¡Cuántas cosas han pasado en media hora!

A SALVO

Por Mary Zamora

Texto Seleccionado por la Revista Literaria Túnel de Letras  para formar parte de su Segunda Edición.

Cada vez que alguien le preguntaba con fingido interés por qué era así, no tenía más remedio que contestar con fingida cordialidad que no lo sabía.
El señor Big era un hombre grande, colosal, pero estaba asustado. Diríase que algo así es imposible, que un hombre como él puede infundir temor, pero nunca sentirlo. Ése no era su caso. Él sentía temor. Todas esas pequeñas personas a su alrededor, como diminutas ratas sonrientes ante un pedazo de queso le causaban horror. Creía que en cualquier momento saltarían sobre él para engullirlo y que su fuerza, tan descomunal como él mismo de nada serviría ante tal embestida.
Por otra parte, el señor Big era demasiado noble. Sabía que no le haría daño a ninguno de sus potenciales agresores. Alma de ángel en cuerpo de gladiador. Tal era la ironía de su vida.
Al principio buscó la manera de permanecer oculto. Pero pronto descubrió que no hay nada más difícil que ocultar a un gran hombre.
Luego, pensó que lo mejor sería trabajar como muchos otros de su “especie” en algún circo. Esto le trajo una suerte de felicidad momentánea; conoció a otras personas a quienes el destino, el azar, o tal vez el capricho de algún Dios ebrio, engalanó con cualidades poco comunes.
Durante algún tiempo estuvo así, hasta que una tarde de sábado, no pudiendo soportar más el morbo en la mirada de los adultos y la irritante curiosidad en los ojos de los niños, en plena función irrumpió en un llanto tan colosal, en unos lamentos tan fuertes sazonados con suspiros de cíclope, que estuvo a punto de echar la carpa abajo. De más está decir que fue despedido.
Y ahí estaba de nuevo, sin saber qué hacer, el alma golpeada, el orgullo herido (porque “nosotros” también tenemos alma y orgullo, - se decía-).
Se encontraba en medio de estas cavilaciones, experimentando otra vez el estremecimiento de sentirse observado, escrutado, desnudado por miles de ojos ávidos de novedad, cuando su vista se posó en un aviso: “Museo Extraordinario”.
No sin dificultad, pudo ingresar. Jugó a ser un visitante más y procuró comportarse como tal. Haciendo acopio de toda su naturalidad, ignoró las miradas, no escuchó (o no quiso escuchar) los murmullos a su alrededor, no se percató de que todas las piezas extraordinarias que exhibía el museo eran, por decirlo de alguna manera, opacadas por él mismo. Prestó atención al guía y hasta se atrevió a hacer preguntas sobre tal o cual obra.
Por alguna razón, el señor Big se sentía a salvo en ese lugar. Se le ocurrió que podría ser una pieza de museo; que los visitantes le observarían con respeto, casi con veneración. Entonces, usando una excusa superflua, pidió ser llevado ante al administrador del lugar. Haciendo gala de sus mejores dotes de vendedor, le expuso su idea. El administrador estaba encantado pero no se lo dejó saber de inmediato a nuestro hombre. Esgrimió algunos argumentos insulsos que el otro escuchó y rebatió pacientemente.
Lo demás fue sencillo. El administrador se encargaría de inventar una historia creíble; pensaba en anunciar la nueva adquisición como una estatua de cera de tamaño natural fabricada por un reconocido artista plástico exclusivamente para su Museo, de un hombre legendario que habría habitado algún país europeo a principios de siglo.
Por su parte, el señor Big se mudaría al Museo y aprendería el arte de permanecer perfectamente quieto y rígido durante horas, lo cual no le fue difícil: su fuerza de voluntad era directamente proporcional a su tamaño.

No está de más decir que dicho museo adquirió fama mundial, máxime cuando comenzaron a circular rumores de que el gran hombre de cera había sido observado por muchos visitantes del lugar días antes de que apareciera exhibido como una pieza. 
A SALVO - (c) - MARISELLA ZAMORA