25 de octubre de 2013

UN AMOR IMAGINARIO

Por Soledad Cadena

(Encuentra éste y otros relatos en Universo de libros y Diversidad Literaria).

La primera vez que la vi  (o la volví a ver, o la inventé, o la soñé, ya no tengo certeza de ello), fue la noche del 24 de Diciembre de 2000, en una humilde iglesia de barrio. No necesité nada más. De inmediato supe todo lo que tenía que saber: la historia de su vida se instaló en mi mente como si ella misma me la hubiera contado. Por eso, cuando terminó el oficio religioso, al cual ya no presté la más mínima atención, me dirigí hacia ella, la abracé, intenté besarla, le reproché su abandono, le dije que la amaba. Ella, pobrecilla, gritaba asustada. No recordaba que me conocía. Vinieron algunas personas en su auxilio, pidiéndome que la dejara en paz. Yo intenté explicarles que aunque ella no lo recordaba, nos conocíamos de toda la vida. Ella lo negaba. Sollozaba. Me miraba con terror. Algunos hombres me tomaron por los brazos y me llevaron fuera. Me amenazaron. Yo gritaba. Contaba detalles de nuestra vida juntos. Ella, mi hermosa, estaba cada vez más aterrada. Evidentemente, lo que yo decía era cierto. La muchedumbre la interroga. Ella decía que sí, pero que no me conocía, que jamás me había visto en su vida. ¿Por qué, hermosa? Aún no puedo entenderlo. Intenté zafarme, maldije, lancé golpes a diestra y siniestra. No supe más. Cuando desperté estaba en una celda. Consciente de la gravedad de la situación, eché mano de toda mi diplomacia y pedí hablar con un superior. Me explicaron que había protagonizado un escándalo en la iglesia, que había incomodado a una mujer al confundirla con otra, y que había golpeado salvajemente a unos hombres que intentaron ayudarla. Como no tenía antecedentes, saldría cumplidas 72 horas. Asentí. No podía hacer nada más. Mi calvario había comenzado”

Máximo estaba sentado en su banquillo del jardín. Tendría, a lo sumo,  unos 60 años. Sus ojos parecían haber sido hurtados a una noche sin luna. Llevaba internado en el Centro de Recuperación La Posada, casi  10 años. La doctora Piedad Rojas, directora del psiquiátrico, me explicó que lo único que lo tornaba violento era que intentaran leer “su obra”.
Días antes, yo había concertado una cita telefónica para visitar el lugar. Le dije a la doctora Piedad que me interesaba escribir una crónica sobre un hombre que había sido internado  allí hacía varios años. Me refería a Máximo. Conocí su historia por accidente, al leer en un viejo ejemplar de El Espectador una nota sobre un novel escritor desquiciado que andaba en busca de una mujer que, al parecer, no era más que el personaje de uno de sus cuentos. Tras largos días de investigación, supe que Máximo había protagonizado varios episodios en los que abordaba mujeres argumentando conocerlas de toda la vida. La situación, según Julia, la única de sus hermanas que aún vive en un barrio al sur de Bogotá, se hizo insostenible y por ello decidieron que lo mejor era internarlo. Cuando le pregunté si visitaba a su hermano en el psiquiátrico, me dijo que tal vez ella misma era uno de los personajes de los cuentos de Máximo; que tal vez, ella tampoco era real. En ese momento pensé que los desequilibrios mentales de Máximo eran de familia.
Sin embargo, la impresión que me dio cuando lo vi, fue la de un hombre absolutamente cuerdo. Eran casi las 3 de la tarde y el calor era insoportable. Me acerqué a su banco con cautela y, como reaccionara amablemente,  me senté a su lado. La doctora Piedad me había recomendado que inicialmente no lo atormentara con preguntas. Que lo mejor era dejarlo hablar si quería. No tuve que esperar mucho. Casi de inmediato, comenzó su soliloquio:
“Mi familia me internó aquí un día caluroso, como hoy: el 13 de Agosto de 2003. Jamás hicieron el más mínimo esfuerzo por entender. Soy escritor, señorita, al igual que usted. ¿Sabe?, me sucedió algo muy extraño. Un día, pesqué una idea maravillosa para una historia de amor. No era mi fuerte, pero la idea era tan sólida, que no lo dudé. Comencé a escribir lo que inicialmente sería un relato, pero fue tal la excitación de mis sentidos, que terminó siendo una novela. Página tras página, la fui recreando a ella, a mi hermosa. Aunque narcisista, debo confesar que me enamoré de mi personaje. Era la mujer idealizada por mi arte. Le di vida señorita, la creé para mí, la arranqué de las páginas de mi obra, pues no concebía que alguien más supiera de ella. Ocurrió de la manera más natural: una noche simplemente, ella, mi hermosa, estaba ahí, en mi habitación, en mi cama, tal y como yo la había inventado. ¿Comprende usted el colmo de mi dicha? El tiempo que viví con ella fue  la época más feliz de mi vida. Pero cometí un error imperdonable: un día, la dejé sola en la casa, es decir, con mi familia. Cuando regresé, ella ya no estaba. Desesperado, la busqué durante días y noches enteras. Mi familia se limitó a decir que no tenían ni idea de quién les estaba hablando. Que yo jamás había vivido en aquella casa con mujer alguna. Desfallecí. La busqué en la novela, pero desgraciadamente para mí, allí tampoco estaba. Todo rastro de ella había desaparecido, como si jamás lo hubiese escrito. Recordé entonces que era una mujer piadosa, así que me dediqué a buscarla en todas las iglesias de la ciudad. Una noche de 24 de diciembre, por fin la encontré. Era ella. No cabía la menor duda. No quise asustarla ni interrumpir sus rezos, así que esperé que acabara la ceremonia…”
Máximo no pudo continuar su relato. Entró en una crisis. Los enfermeros me explicaron que era algo habitual en él: sentarse en el mismo banco, narrarle al viento la misma historia y entrar en crisis.
Durante los días siguientes, dadas mis ocupaciones, no pude volver al Centro, pero ayer, después de casi quince días, recibí la llamada de la doctora Piedad, diciéndome que Máximo había fallecido por cuenta de una complicación renal y que su última voluntad era que “su obra” pasara a manos de la “señorita escritora que  me visitó”.  En un estado de ansiedad, me dirigí al Centro para reclamar mi tesoro. Me entregaron, luego de firmar unos documentos de rigor, una caja de cartón grande y pesada.
Hace un par de días terminé de inspeccionar el material. Absolutamente todas las hojas contienen en mismo relato:

““La primera vez que la vi  (o la volví a ver, o la inventé o la soñé, ya no tengo certeza de ello), fue una noche de 24 de Diciembre en una humilde iglesia de barrio…”
UN AMOR IMAGINARIO - (c) - MARISELLA ZAMORA

21 de octubre de 2013

EGO-LETRAS


Por Soledad Cadena

Te escribo a ti, amigo mío,que leyendo estas líneas insulsas, me observas. ¿Te preguntas acaso quién habita la soledad de mis palabras? Seguramente yo, seguramente tú. Quién lo sabe.

Estás del otro lado, amigo mío, lejano y cercano. Me ayudas a realizar este ejercicio narcisista de escribir por mí para ti. Eres el culpable de la hinchazón de mi ego, lo cual agradezco.

Nos habitamos mutuamente, querido lector anónimo. Te veo. Me ves.

Ves mi rostro cansado de años. Ves que trato de ocultarlos en el pacto secreto con mi almohada:ella se queda con las arrugas noche tras noche, las va acumulando pacientemente y, cuando llegue el momento,(que sólo ella conoce), me las arrojará sin clemencia y amaneceré entonces como un sembradío.

Yo, por mi parte, veo tu cansancio, amable lector.Veo tu tedio, tus ganas de nutrirte de algo más, de alguien más, de verte reflejado en mí. Lamento decirte que tu rutina no sirve a mis propósitos. Para rutinas, me basta con la mía. Debes brindarme algo más, o mejor, debo brindarte algo más. Algo que te llene de asombro, que te arranque por un momento del letargo, que te haga vivir...

¡Tal vez poesía erótica exquisita y sutil; que susurre al oído como canto de brisa recién levantada! ¡O tal vez, fantasiosos cuentos que desborden toda lógica, que carezcan de razón, de una veracidad inconcebible.!
Escribiría para ti los cánones del mundo.
...
Lo lamento amigo mío, lector mío, fecunda fuente de mi ego. Estoy cansada. 

11 de octubre de 2013

Páginas Sociales III

Por Mary Zamora

La gente está celebrando. Yo procuro contagiarme de su euforia colectiva mirándoles por la ventana. Me inspiran ternura: por fin una alegría que los une aunque sea aparentemente, superficialmente. Por lo general, los une la desgracia. Pero hoy no. Hoy los une la alegría. Y digo “los une”, por que por más que lo intento, soy incapaz de salir de mi confortable caparazón de concreto. Mi esposo también está celebrando, como cualquier persona normal, uniéndose en abrazos desconocidos, conversando con vecinos apenas vistos, brindando con copas que en otras circunstancias habrían sido enemigas. Yo no. Seguramente no hago parte de la gente normal que celebra, de la gente normal que se embriaga, de la gente normal que fuma, de la gente normal que ve televisión  y jamás lee libros, de la gente normal…
Poco a poco el estruendo va cediendo paso a la calma, a la soledad. ¡La soledad! ¡Qué feliz me siento habitando en ti! Sigo mirando por la ventana. La gente celebra. Me inspiran lástima: la felicidad que los une durará poco. ¿Qué inventarán entonces para volver a ser felices? Algunos alcanzan a distinguir mi figura. Me miran con asombro. Soy su bicho raro. Seguramente se preguntan por qué no estoy en la calle como ellos, con ellos, dentro de ellos, sobre ellos, qué se yo…
"A lo lejos", como en el inmortal poema de Neruda, "alguien canta. A lo lejos". La gente celebra, aunque ya no los veo por mi ventana. Se marcharon. Ahora soy libre. Ahora puedo salir. Ya no tengo miedo. No me cruzaré con nadie, nadie me mirará como a su bicho raro, nadie me preguntará que necesito, nadie me dirá obscenidades, nadie se burlará en silencio, nadie se burlará descaradamente, soy un fantasma de carne y hueso que nadie ve. Soy feliz. 

7 de octubre de 2013

Páginas sociales II

Por Mary Zamora

Veo la niña con la miseria roja en los labios y la miseria negra en los ojos, ataviada ridículamente: tacones demasiado grandes, ropa demasiado ajustada, parece que debajo de tanto maquillaje aún existe un rostro hermoso, pero se evapora inmediatamente después de que abre su boca de miseria roja para escupir barbaridad y morbosidades.
Veo al adolescente con su cajita de dulces baratos esperando el cambio de semáforo; el niño, el minusválido, el habitante de calle, todos ellos esperan el cambio del semáforo. El vendedor de frutas y el que grita: “Monito, le limpio los vidrios, vea que están sucios” y después, el replegarse sobre los separadores.
Veo la gente “normal” escabullirse, más que caminar, por el centro de la ciudad: afán de compra, afán de transporte, afán de llegar a la cita, afán de hogar con hijos que quedaron sólos, afán de tragos, afán de vida para la que se tiene muy poco tiempo y sin embargo se despilfarra tanto.
Me fijo un poco más y veo la señora que se jura joven poniéndose la ropa de su hija o su hermana menor: ¿En serio no sabe que se ve ridícula? El exceso de grasa abdominal, el exceso de color, el exceso de risa falsa, el exceso de voz cuando habla, el exceso de accesorios brillantes, todo en ella es excesivo, menos la dignidad de envejecer.
Y qué decir del señor: pasea su vista por el entorno, hace un paneo, a veces disimulado, otras, descaradamente; mira, desnuda, morbosea, se solaza, diríase que come con los ojos. ¡Hay tanta carne fresca y rosada! Y él sabe que tiene lo “suyo”.
A veces quisiera hacer algo al respecto. Pero simplemente veo.


5 de octubre de 2013

La bala que no dio en el blanco



Por Mary Zamora


Nunca supo a ciencia cierta cuándo había tomado la decisión de ser poeta; simplemente escuchó el “llamado” a escribir versos, así como muchos otros oyen el llamado a convertirse en curas o monjas o – por qué no – asesinos.
Todos le conocían como el Poeta, aunque su nombre hubiera aparecido innumerables veces en diarios locales y revistas. De edad indefinida, un tanto social y otro tanto apático, iba por ahí creando mundos posibles dentro de este mundo, para sí y para los demás. No era un hombre temerario, pero tampoco rehuía el peligro, así que el día que encontró los panfletos bajo su puerta, pensó que se trataba de una broma pesada.
Y es que, la verdad sea dicha, el Poeta había sabido ganarse el favor popular con la misma facilidad con que se había ganado el rechazo de las botas pantaneras que bajaban de las montañas con su retumbar de miedo; otros pensaban que  muchos inmaculados cuellos de esos que pululan en las oficinas estatales, se sentían incómodos con los versos del Poeta.
Una noche, estando sumergido en un rapto creador, tuvo la visión profética: Melpómene, la musa de la tragedia, le habló de la sórdida asamblea que celebraron los de las botas pantaneras con los de los cuellos inmaculados. Al Poeta no le pareció un tema digno de sus versos. Pensó que la musa estaba ebria, o loca.
Pero a los pocos días todo estaba consumado. Vinieron entonces la indignación nacional por la muerte de un poeta para muchos desconocido, los titulares de prensa, las declaraciones en radio y televisión de vecinos y amigos, las condolencias, las voces exigiendo justicia, en fin, el teatro, la función.
El Poeta asistía a todo aquello desde fuera, como quien ve una película de la que se es el protagonista; sustrajo la bala que le impactó el cráneo y la guardó en el bolsillo de su chaqueta; sintió vergüenza de su muerte que le pareció indigna y ridícula. Melpómene estaba a su lado repitiéndole: “¿Te lo dije o no te lo dije?”
Aunque el asunto pareció ser desplazado por un nuevo suceso de última hora, algo se agitaba en el sentir, algo bullía en el clamor. Los amigos del Poeta habían encontrado la forma de rendirle homenaje: cada mañana, las gentes encontraban bajo sus puertas, no panfletos sombríos, sino versos.
¡Con qué velocidad se replicó la iniciativa! ¡Cuánta sorpresa en el rostro de los violentos!
El hombre que accionó el arma garantizándose un manojo de billetes, pidió hablar con los señores de las botas pantaneras, con los doctores de los cuellos inmaculados; dijo que no soportaba tanta presión, que algunos investigadores comenzaban a vincular su nombre con el crimen. Le respondieron que no se preocupara y efectivamente, no tuvo que preocuparse más. Un par de días después, asistía como espectador-protagonista al estreno de su ópera prima, así como antes lo había hecho el Poeta.
Había llegado la hora de la ineludible verdad: el verdugo se encontraba frente a frente con su víctima. Entonces el Poeta, más vivo que nunca, sacó de su chaqueta la bala que no dio en el blanco y se la entregó a su victimario. Cuando éste la recibió, supo que,como todas, ésa también había sido una bala perdida.