Por Soledad Cadena
“La primera vez que la vi (o la volví a ver, o la inventé, o la soñé, ya no tengo certeza de ello), fue la noche del 24 de Diciembre de 2000, en una humilde iglesia de barrio. No necesité nada más. De inmediato supe todo lo que tenía que saber: la historia de su vida se instaló en mi mente como si ella misma me la hubiera contado. Por eso, cuando terminó el oficio religioso, al cual ya no presté la más mínima atención, me dirigí hacia ella, la abracé, intenté besarla, le reproché su abandono, le dije que la amaba. Ella, pobrecilla, gritaba asustada. No recordaba que me conocía. Vinieron algunas personas en su auxilio, pidiéndome que la dejara en paz. Yo intenté explicarles que aunque ella no lo recordaba, nos conocíamos de toda la vida. Ella lo negaba. Sollozaba. Me miraba con terror. Algunos hombres me tomaron por los brazos y me llevaron fuera. Me amenazaron. Yo gritaba. Contaba detalles de nuestra vida juntos. Ella, mi hermosa, estaba cada vez más aterrada. Evidentemente, lo que yo decía era cierto. La muchedumbre la interroga. Ella decía que sí, pero que no me conocía, que jamás me había visto en su vida. ¿Por qué, hermosa? Aún no puedo entenderlo. Intenté zafarme, maldije, lancé golpes a diestra y siniestra. No supe más. Cuando desperté estaba en una celda. Consciente de la gravedad de la situación, eché mano de toda mi diplomacia y pedí hablar con un superior. Me explicaron que había protagonizado un escándalo en la iglesia, que había incomodado a una mujer al confundirla con otra, y que había golpeado salvajemente a unos hombres que intentaron ayudarla. Como no tenía antecedentes, saldría cumplidas 72 horas. Asentí. No podía hacer nada más. Mi calvario había comenzado”
Máximo
estaba sentado en su banquillo del jardín. Tendría, a lo sumo, unos 60 años. Sus ojos parecían haber sido
hurtados a una noche sin luna. Llevaba internado en el Centro de Recuperación
La Posada, casi 10 años. La doctora
Piedad Rojas, directora del psiquiátrico, me explicó que lo único que lo
tornaba violento era que intentaran leer “su obra”.
Días
antes, yo había concertado una cita telefónica para visitar el lugar. Le dije a
la doctora Piedad que me interesaba escribir una crónica sobre un hombre que
había sido internado allí hacía varios
años. Me refería a Máximo. Conocí su historia por accidente, al leer en un
viejo ejemplar de El Espectador una
nota sobre un novel escritor desquiciado que andaba en busca de una mujer que,
al parecer, no era más que el personaje de uno de sus cuentos. Tras largos días
de investigación, supe que Máximo había protagonizado varios episodios en los
que abordaba mujeres argumentando conocerlas de toda la vida. La situación,
según Julia, la única de sus hermanas que aún vive en un barrio al sur de
Bogotá, se hizo insostenible y por ello decidieron que lo mejor era internarlo.
Cuando le pregunté si visitaba a su hermano en el psiquiátrico, me dijo que tal
vez ella misma era uno de los personajes de los cuentos de Máximo; que tal vez,
ella tampoco era real. En ese momento pensé que los desequilibrios mentales de
Máximo eran de familia.
Sin
embargo, la impresión que me dio cuando lo vi, fue la de un hombre
absolutamente cuerdo. Eran casi las 3 de la tarde y el calor era insoportable. Me
acerqué a su banco con cautela y, como reaccionara amablemente, me senté a su lado. La doctora Piedad me había
recomendado que inicialmente no lo atormentara con preguntas. Que lo mejor era
dejarlo hablar si quería. No tuve que esperar mucho. Casi de inmediato, comenzó
su soliloquio:
“Mi familia me internó aquí un día
caluroso, como hoy: el 13 de Agosto de 2003. Jamás hicieron el más mínimo
esfuerzo por entender. Soy escritor, señorita, al igual que usted. ¿Sabe?, me
sucedió algo muy extraño. Un día, pesqué una idea maravillosa para una historia
de amor. No era mi fuerte, pero la idea era tan sólida, que no lo dudé. Comencé
a escribir lo que inicialmente sería un relato, pero fue tal la excitación de
mis sentidos, que terminó siendo una novela. Página tras página, la fui
recreando a ella, a mi hermosa. Aunque narcisista, debo confesar que me enamoré
de mi personaje. Era la mujer idealizada por mi arte. Le di vida señorita, la
creé para mí, la arranqué de las páginas de mi obra, pues no concebía que
alguien más supiera de ella. Ocurrió de la manera más natural: una noche
simplemente, ella, mi hermosa, estaba ahí, en mi habitación, en mi cama, tal y como
yo la había inventado. ¿Comprende usted el colmo de mi dicha? El tiempo que
viví con ella fue la época más feliz de
mi vida. Pero cometí un error imperdonable: un día, la dejé sola en la casa, es
decir, con mi familia. Cuando regresé, ella ya no estaba. Desesperado, la
busqué durante días y noches enteras. Mi familia se limitó a decir que no
tenían ni idea de quién les estaba hablando. Que yo jamás había vivido en
aquella casa con mujer alguna. Desfallecí. La busqué en la novela, pero
desgraciadamente para mí, allí tampoco estaba. Todo rastro de ella había
desaparecido, como si jamás lo hubiese escrito. Recordé entonces que era una
mujer piadosa, así que me dediqué a buscarla en todas las iglesias de la ciudad.
Una noche de 24 de diciembre, por fin la encontré. Era ella. No cabía la menor
duda. No quise asustarla ni interrumpir sus rezos, así que esperé que acabara
la ceremonia…”
Máximo
no pudo continuar su relato. Entró en una crisis. Los enfermeros me explicaron
que era algo habitual en él: sentarse en el mismo banco, narrarle al viento la
misma historia y entrar en crisis.
Durante
los días siguientes, dadas mis ocupaciones, no pude volver al Centro, pero
ayer, después de casi quince días, recibí la llamada de la doctora Piedad,
diciéndome que Máximo había fallecido por cuenta de una complicación renal y
que su última voluntad era que “su obra” pasara a manos de la “señorita
escritora que me visitó”. En un estado de ansiedad, me dirigí al
Centro para reclamar mi tesoro. Me entregaron, luego de firmar unos documentos
de rigor, una caja de cartón grande y pesada.
Hace
un par de días terminé de inspeccionar el material. Absolutamente todas las
hojas contienen en mismo relato:
““La primera vez que la vi (o la volví a ver, o la inventé o la soñé, ya
no tengo certeza de ello), fue una noche de 24 de Diciembre en una humilde
iglesia de barrio…”
UN AMOR IMAGINARIO -
(c) -
MARISELLA ZAMORA