20 de julio de 2017

REMEMBRANZA

Por Mary Zamora


Es 1987. 

Es noviembre. 

Es la ciudad del invierno.

Es una región donde hasta la lluvia es periférica, enlodada y menesterosa. 

Es una barriada tímida que parece retraerse sobre sí misma, en el más perfecto desamparo y sigilo. 

Es un intento de vivienda en el desconcierto de la cimentación. 


Es el tiempo tocando una nota indeterminada entre las 12 del día y las 2 de la tarde.

Es una niña de apenas 9 años, dolorosamente delgada y pálida, sentada al borde de una viga de concreto. 

Es un vestido demasiado grande y ajeno.

Es la bofetada del frío regada por los brazos, por las piernas.

Es un filamento que se escabulle despacio desde la cuenca de sus ojos hasta la barbilla trémula.

Es una garganta lagrimeando nudos.

Son unos pies mojados balanceándose. 

Son unos ojos hipnotizados por un vacío de 5 metros.

Son unas manos rígidas sosteniendo una escudilla.

Es un vientre lleno de hambre, que se revuelve.

Es un paladar que no ha visto sabores.

Es una mezcla mísera de agua con harina y un poco de manteca.

Sabe bien. Ella sonríe. 

Piensa en los nuevos usos de las lágrimas.





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