Por Mary Zamora
Texto semifinalista en el 9 Concurso Nacional de Cuento RCN - Ministerio de Educación Nacional
La
señora Tyler, pantalón a media pierna, levantó presurosa la tapa del inodoro
solo para soltarla de nuevo con estrépito mientras intentaba subir las
escaleras rumbo al segundo piso a la par que lanzaba gritos ininteligibles. Minutos
después, recuperada del impacto, contó a todo el que quiso oírla cómo una
inmensa rata negra con el pelaje pegado al cuerpo por efecto del agua estuvo a
punto de saltarle encima. Ese impase habría de ser el primero de una larguísima
lista de repulsivos encuentros entre los vecinos de Sinurbia y los infames
roedores.
Y es
que las ratas bien pueden ser consideradas una nefasta prolongación del ser
humano. Solo en la modesta Sinurbia habitan, según registros de Sanidad, 4
ratas por persona, realidad que se hizo evidente en desagües, inmediaciones a parques
y contenedores de basuras de toda la ciudad.
Ante
las primeras señales de alarma los habitantes optaron por venenos
convencionales de nula eficacia que pronto fueron reemplazados por otros más
mortíferos, pero todo indicaba que los roedores habían desarrollado una inmunidad
inusual y peor aún, que transmitían dicha resistencia a sus crías.
Los
más conservadores recurrieron a la vieja fórmula de las trampillas con queso, pero
a diferencia de lo que enseñó la industria del entretenimiento, el queso no es
precisamente el alimento preferido de los ratones.
Entretanto,
roedores de hasta 60 cms., de longitud parecían haberse tomado la ciudad abandonando
sus hábitos nocturnos y mostrándose con total descaro a pleno día en calles,
estaciones de tren y supermercados. En las noches, se escuchaban sus pasos por
las tuberías, acompasados de un roer frenético. Ni qué decir de los excrementos
que debían ser recogidos incluso varias veces al día.
Al
cabo de unas semanas la situación era insoportable. Las despensas de los
hogares así como los depósitos de alimentos de tiendas y mercados fueron
literalmente saqueados por las ratas, lo que provocó el desabastecimiento.
Las
medidas en cuanto al manejo de desechos y recolección de basuras se extremaron
al máximo. Algunos emprendedores vieron su oportunidad de negocio y crearon
redes clandestinas de comercialización de carne de rata hacia China, Shanghái,
Tailandia, Vietnam y Camboya, pero pronto fueron judicializados. Otros cazaron
ratas vivas con el fin de adiestrarlas y llevarlas a países en conflicto donde
podrían ser de gran utilidad en la ubicación de minas anti persona. Los más
ilustrados hablaron de un legendario templo en la India que seguramente estaría
feliz de recibir a tan insignes visitantes, considerados reencarnación de un
dios legendario.
Hubo
quienes adquirieron temibles gatos esfinge - una particular raza de gatos sin
pelaje - , pero pronto descubrieron que más temibles aún eran las ratas
lampiñas africanas que comenzaban a llegar a Sinurbia, quién sabe cómo. A pesar
de que la gestación en ratas es de 25 días con camadas entre cinco y doce
crías, parecía que estas cifras se triplicaban. Eran tantas, que en las
madrigueras podían verse grupos de hasta diez ratones entrecruzados por las
colas.
El
tiempo avanzaba y la crisis por la infestación era alarmante: pequeños gatos,
perros, gallinas y conejos habían sufrido mordeduras y lo que es peor, comenzaban
a registrarse casos de ataques a menores y ancianos. Ninguna medida, por
drástica que pareciera, daba resultado. Las brigadas de exterminio tuvieron que
recurrir a métodos poco ortodoxos: era un espectáculo repulsivo.
La vida
para los habitantes cambió radicalmente, siendo necesario portar algún objeto
contundente para defenderse de una posible embestida. Las autoridades pusieron
a disposición de los pobladores sendos paquetes de desratización que incluían
tablas con pegamento, cebos envenenados y hasta enormes bates.
Expertos
en control de plagas explicaron a los angustiados habitantes cómo los mismos
humanos suministran a las ratas todo lo necesario para vivir y que,
infortunadamente, ya se habían identificado varios sub-tipos de roedores
cohabitando la ciudad, lo cual hacía más difícil la erradicación.
Por primera
vez, las sobras de comida que antes iban
a parar a los cestos de basura fueron recolectadas de forma controlada y
distribuidas entre los habitantes de calle, en un esfuerzo por disminuir los
desechos.
Sin
embargo, las ratas parecían poner a prueba la inteligencia de sus verdugos: nuevos
rodenticidas tuvieron que ser administrados en pequeñas dosis para no causar la
muerte inmediata del roedor, ya que una vez las demás habían identificado la
sustancia asesina en el cuerpo de la víctima gracias a su finísimo olfato,
ninguna la probaría jamás. Esa estrategia pareció dar resultado durante algún
tiempo, pero fue un triunfo pírrico: centenares de ratas escogieron como última
morada la calidez de las sábanas y closets provocando no pocos ataques de
nervios. Sinurbia era una nueva Hamelin, pero sin flautista.
Los
meses trascurrían en medio de soluciones provisorias mientras cientos de ratas
pululaban en cada espacio de la ciudad. Las enfermedades estaban a la orden del
día y las declaratorias de cuarentena y emergencia sanitaria solo sirvieron
para que la gente claudicara ante la invasión. Entre tanto, especialistas de
las más diversas disciplinas coincidían en una unánime y contundente sugerencia:
Sinurbia debía ser evacuada.
Los
preparativos para el éxodo comenzaron, en tanto que la ayuda internacional no
se hizo esperar: expertos en campamentos montaron en tiempo récord miles y
miles de carpas equipadas con lo indispensable en una pequeña villa cercana, a
donde cada día, durante casi un mes, fueron trasladadas las familias sinurbienses.
La
segunda parte del plan era mucho más difícil y consistía en evitar que las
ratas descubrieran la nueva residencia de los habitantes, a la par que Sinurbia
era transformada en una gigantesca trampa. Decenas de edificaciones fueron escogidas
estratégicamente y pintadas de un amarillo tan estridente que era necesario el
uso de gafas oscuras. En ellas se instalaron cámaras y una compleja red de
ahuyentadores eléctricos cuyo fin era la emisión de agudísimas ondas
ultrasónicas imperceptibles para el ser humano pero letales para los roedores
una vez expuestos a ellas. Toneladas de desechos diseminados a lo largo y ancho
de las casas-trampa, así como grifos y desagües que se descargaban cada cierto
tiempo gracias a una conexión remota, completaban la estratagema. Todo un
festín para las ratas.
A
pocos kilómetros de Sinurbia se instaló un sofisticado puesto de observación en
el que durante semanas los hábitos de los roedores fueron analizados: su gran
capacidad para nadar, hacer túneles y laberintos, su territorialidad, la
reacción de rechazo a los alimentos nuevos, el equilibrio que les brinda la
cola y que compensa su ceguera y la sensibilidad de los bigotes, todo quedó
registrado. Viéndolos de lejos se diría que eran inofensivos e incluso, tiernos.
Finalmente,
el nuevo plan parecía dar resultado la noche en que los técnicos avistaron en sus
pantallas el desfile de ejércitos de ratas que como hipnotizadas, ingresaban a las
casas-trampa. Era el momento de actuar: sigilosamente, los brigadistas
encargados de clausurar las ratoneras entraron en Sinurbia y tapiaron toda
cavidad, agujero, grieta, alcantarilla, desagüe, puerta o ventana, impidiendo
así la fuga de los odiosos presos.
Luego
de horas de intenso trabajo, dieron la señal convenida: mano derecha sobre mano
izquierda haciendo clic. Al instante, millones de ondas sonoras invadieron las trampas.
Los azorados roedores trataron infructuosamente de escabullirse volcándose unos
sobre otros, chocando entre sí, pisoteándose, dando chillidos de alarma,
mordisqueando angustiosos, excavando coléricos…Al poco tiempo, las pantallas
registraban fuego, procedimiento final de la estrategia, mientras una
chamusquina hedionda daba aviso a los sinurbienses del éxito de la operación.
La
reconstrucción de Sinurbia se prolongó por varios meses. Muchas casas, además
de las habilitadas como ratoneras tuvieron que ser demolidas total o
parcialmente dado que miles de ratas en su intento de huída quedaron atrapadas
en medio de las paredes.
Aprender
la lección había costado dolor y náuseas pero al poco tiempo Sinurbia era
ejemplo de sostenibilidad ambiental por su minucioso plan de recuperación de
basuras. Tal vez por ello, la mañana en que la señora Tyler metió desprevenidamente
la escuálida mano en el depósito del agua topándose con algo pequeño y suave al
tacto, prefirió que su grito se ahogara así como se había ahogado aquel
diminuto ratón. Haciendo acopio de serenidad, lo puso en la caneca verde,
marcada con el rótulo de “ordinarios”
y decidió que esta vez no se lo contaría a nadie.