2 de marzo de 2016

LA TRAMPA

Por Mary Zamora

Texto semifinalista en el 9 Concurso Nacional de Cuento RCN - Ministerio de Educación Nacional


La señora Tyler, pantalón a media pierna, levantó presurosa la tapa del inodoro solo para soltarla de nuevo con estrépito mientras intentaba subir las escaleras rumbo al segundo piso a la par que lanzaba gritos ininteligibles. Minutos después, recuperada del impacto, contó a todo el que quiso oírla cómo una inmensa rata negra con el pelaje pegado al cuerpo por efecto del agua estuvo a punto de saltarle encima. Ese impase habría de ser el primero de una larguísima lista de repulsivos encuentros entre los vecinos de Sinurbia y los infames roedores.    
Y es que las ratas bien pueden ser consideradas una nefasta prolongación del ser humano. Solo en la modesta Sinurbia habitan, según registros de Sanidad, 4 ratas por persona, realidad que se hizo evidente en desagües, inmediaciones a parques y contenedores de basuras de toda la ciudad.
Ante las primeras señales de alarma los habitantes optaron por venenos convencionales de nula eficacia que pronto fueron reemplazados por otros más mortíferos, pero todo indicaba que los roedores habían desarrollado una inmunidad inusual y peor aún, que transmitían dicha resistencia a sus crías.
Los más conservadores recurrieron a la vieja fórmula de las trampillas con queso, pero a diferencia de lo que enseñó la industria del entretenimiento, el queso no es precisamente el alimento preferido de los ratones.
Entretanto, roedores de hasta 60 cms., de longitud parecían haberse tomado la ciudad abandonando sus hábitos nocturnos y mostrándose con total descaro a pleno día en calles, estaciones de tren y supermercados. En las noches, se escuchaban sus pasos por las tuberías, acompasados de un roer frenético. Ni qué decir de los excrementos que debían ser recogidos incluso varias veces al día.

Al cabo de unas semanas la situación era insoportable. Las despensas de los hogares así como los depósitos de alimentos de tiendas y mercados fueron literalmente saqueados por las ratas, lo que provocó el desabastecimiento.
Las medidas en cuanto al manejo de desechos y recolección de basuras se extremaron al máximo. Algunos emprendedores vieron su oportunidad de negocio y crearon redes clandestinas de comercialización de carne de rata hacia China, Shanghái, Tailandia, Vietnam y Camboya, pero pronto fueron judicializados. Otros cazaron ratas vivas con el fin de adiestrarlas y llevarlas a países en conflicto donde podrían ser de gran utilidad en la ubicación de minas anti persona. Los más ilustrados hablaron de un legendario templo en la India que seguramente estaría feliz de recibir a tan insignes visitantes, considerados reencarnación de un dios legendario.
Hubo quienes adquirieron temibles gatos esfinge - una particular raza de gatos sin pelaje - , pero pronto descubrieron que más temibles aún eran las ratas lampiñas africanas que comenzaban a llegar a Sinurbia, quién sabe cómo. A pesar de que la gestación en ratas es de 25 días con camadas entre cinco y doce crías, parecía que estas cifras se triplicaban. Eran tantas, que en las madrigueras podían verse grupos de hasta diez ratones entrecruzados por las colas.
El tiempo avanzaba y la crisis por la infestación era alarmante: pequeños gatos, perros, gallinas y conejos habían sufrido mordeduras y lo que es peor, comenzaban a registrarse casos de ataques a menores y ancianos. Ninguna medida, por drástica que pareciera, daba resultado. Las brigadas de exterminio tuvieron que recurrir a métodos poco ortodoxos: era un espectáculo repulsivo.
La vida para los habitantes cambió radicalmente, siendo necesario portar algún objeto contundente para defenderse de una posible embestida. Las autoridades pusieron a disposición de los pobladores sendos paquetes de desratización que incluían tablas con pegamento, cebos envenenados y hasta enormes bates.
Expertos en control de plagas explicaron a los angustiados habitantes cómo los mismos humanos suministran a las ratas todo lo necesario para vivir y que, infortunadamente, ya se habían identificado varios sub-tipos de roedores cohabitando la ciudad, lo cual hacía más difícil la erradicación.
Por primera vez, las sobras  de comida que antes iban a parar a los cestos de basura fueron recolectadas de forma controlada y distribuidas entre los habitantes de calle, en un esfuerzo por disminuir los desechos.
Sin embargo, las ratas parecían poner a prueba la inteligencia de sus verdugos: nuevos rodenticidas tuvieron que ser administrados en pequeñas dosis para no causar la muerte inmediata del roedor, ya que una vez las demás habían identificado la sustancia asesina en el cuerpo de la víctima gracias a su finísimo olfato, ninguna la probaría jamás. Esa estrategia pareció dar resultado durante algún tiempo, pero fue un triunfo pírrico: centenares de ratas escogieron como última morada la calidez de las sábanas y closets provocando no pocos ataques de nervios. Sinurbia era una nueva Hamelin, pero sin flautista.

Los meses trascurrían en medio de soluciones provisorias mientras cientos de ratas pululaban en cada espacio de la ciudad. Las enfermedades estaban a la orden del día y las declaratorias de cuarentena y emergencia sanitaria solo sirvieron para que la gente claudicara ante la invasión. Entre tanto, especialistas de las más diversas disciplinas coincidían en una unánime y contundente sugerencia: Sinurbia debía ser evacuada.
Los preparativos para el éxodo comenzaron, en tanto que la ayuda internacional no se hizo esperar: expertos en campamentos montaron en tiempo récord miles y miles de carpas equipadas con lo indispensable en una pequeña villa cercana, a donde cada día, durante casi un mes, fueron trasladadas las familias sinurbienses.
La segunda parte del plan era mucho más difícil y consistía en evitar que las ratas descubrieran la nueva residencia de los habitantes, a la par que Sinurbia era transformada en una gigantesca trampa. Decenas de edificaciones fueron escogidas estratégicamente y pintadas de un amarillo tan estridente que era necesario el uso de gafas oscuras. En ellas se instalaron cámaras y una compleja red de ahuyentadores eléctricos cuyo fin era la emisión de agudísimas ondas ultrasónicas imperceptibles para el ser humano pero letales para los roedores una vez expuestos a ellas. Toneladas de desechos diseminados a lo largo y ancho de las casas-trampa, así como grifos y desagües que se descargaban cada cierto tiempo gracias a una conexión remota, completaban la estratagema. Todo un festín para las ratas.
A pocos kilómetros de Sinurbia se instaló un sofisticado puesto de observación en el que durante semanas los hábitos de los roedores fueron analizados: su gran capacidad para nadar, hacer túneles y laberintos, su territorialidad, la reacción de rechazo a los alimentos nuevos, el equilibrio que les brinda la cola y que compensa su ceguera y la sensibilidad de los bigotes, todo quedó registrado. Viéndolos de lejos se diría que eran inofensivos e incluso, tiernos.
Finalmente, el nuevo plan parecía dar resultado la noche en que los técnicos avistaron en sus pantallas el desfile de ejércitos de ratas que como hipnotizadas, ingresaban a las casas-trampa. Era el momento de actuar: sigilosamente, los brigadistas encargados de clausurar las ratoneras entraron en Sinurbia y tapiaron toda cavidad, agujero, grieta, alcantarilla, desagüe, puerta o ventana, impidiendo así la fuga de los odiosos presos.
Luego de horas de intenso trabajo, dieron la señal convenida: mano derecha sobre mano izquierda haciendo clic. Al instante, millones de ondas sonoras invadieron las trampas. Los azorados roedores trataron infructuosamente de escabullirse volcándose unos sobre otros, chocando entre sí, pisoteándose, dando chillidos de alarma, mordisqueando angustiosos, excavando coléricos…Al poco tiempo, las pantallas registraban fuego, procedimiento final de la estrategia, mientras una chamusquina hedionda daba aviso a los sinurbienses del éxito de la operación.   

La reconstrucción de Sinurbia se prolongó por varios meses. Muchas casas, además de las habilitadas como ratoneras tuvieron que ser demolidas total o parcialmente dado que miles de ratas en su intento de huída quedaron atrapadas en medio de las paredes.
Aprender la lección había costado dolor y náuseas pero al poco tiempo Sinurbia era ejemplo de sostenibilidad ambiental por su minucioso plan de recuperación de basuras. Tal vez por ello, la mañana en que la señora Tyler metió desprevenidamente la escuálida mano en el depósito del agua topándose con algo pequeño y suave al tacto, prefirió que su grito se ahogara así como se había ahogado aquel diminuto ratón. Haciendo acopio de serenidad, lo puso en la caneca verde, marcada con el rótulo de “ordinarios” y decidió que esta vez no se lo contaría a nadie.


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