5 de septiembre de 2015

EL NAUFRAGIO

Por Mary Zamora 

Parecería fácil, pero definir el vocablo “información” es una tarea compleja. En el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua aparecen no menos de ocho acepciones de las cuales la siguiente es la que considero más acorde a mi propósito: “5. f. Comunicación o adquisición de conocimientos que permiten ampliar o precisar los que se poseen sobre una materia determinada.” 
Sin embargo, información no es comunicación: la comunicación es el acto mediante el cual transmitimos información, es el vehículo del que nos valemos para informar a los demás e informarnos. Pero antes de continuar, tendríamos que definir qué es informar. En mi modesta concepción, informar no es otra cosa que dar forma a la mente mediante la recepción, asimilación, comprensión y aplicación de conocimientos y la manera en que dichos conocimientos se transmiten y originan en los seres humanos el pensamiento racional. En ese orden de ideas podríamos afirmar que el fin de la información es aumentar el conocimiento. 
Sin embargo, asistimos a una época en la que, paradójicamente, a pesar de tener un acceso prácticamente libre a la información, seguimos rodeados de tinieblas y oscurantismo, originados por la avalancha incontenible de datos fatuos, superfluos, efímeros y vacíos que en poco o nada contribuyen al logro de dicho fin. 
Y es aquí donde cobra especial relevancia la famosa frase del periodista, escritor, poeta e historiador Ryszard Kapuscinsky que reza “Cuando se descubrió que la información era un negocio, la verdad dejó de ser importante”. Nada más doloroso y cierto. Se creería que la información es un bien de acceso público, pero todavía subsisten en el mundo muchos regímenes autoritarios y dictatoriales que utilizan la información como un arma de poder político y se esfuerzan no por aumentar el conocimiento en sus gobernados, sino por anularlos como individuos creando, en algunos cados, más seres conectados, pero ignorantes. 
Ahora bien, en sociedades como la nuestra, aparentemente democráticas y libres, vemos a diario la descarada manipulación de la información por parte de los medios que se venden al mejor postor sacrificando su imparcialidad e independencia informativa. La labor de divulgación de la información se ha convertido en un proceso automatizado, mecánico y de simple repetición, donde priman las opiniones personales descontextualizadas y parcializadas, disfrazadas de verdad absoluta. Pero, ¿para qué la información? Para pertenecer, para ser, para tener un lugar, para establecer relaciones con nuestros semejantes, para formarnos un juicio propio, en definitiva, para plasmar la huella de nuestro paso por la historia. 
Y es que precisamente toda la historia es un hecho informativo. Desde las pinturas rupestres más antiguas en Málaga (España), hasta los objetos elaborados en arcilla por los romanos, pasando por los legendarios papiros egipcios y el papel de arroz, sustrato utilizado por los chinos en el siglo XI, sin dejar de lado los monasterios medievales que almacenaban y monopolizaban bajo sus inaccesibles muros toda el conocimiento de la época mediante la escritura manual, la humanidad completa y sus procesos formativos, sean éstos complejos o sencillos, han adoptado la información como un hecho inherente a su naturaleza. 
Siguiendo el hilo de la historia nos situamos ahora en el año de 1440, en el que el orfebre y litógrafo alemán Johann Gutenberg revoluciona la forma de transmitir información con la invención de la imprenta, hecho que permitió la impresión de los primeros periódicos y la fabricación de libros en cadena. Más adelante, en 1926 con la aparición de la televisión y posteriormente, en 1943, con la radio, la información se masifica y con ello, el acceso al conocimiento. Pero quizá nada de esto habría sido posible de no ser porque en la Gracia del siglo VIII a.C. y gracias al comercio creciente, los griegos se dieron a la tarea de adaptar a sus propias necesidades de comunicación el alfabeto fenicio, codificando la información. 
Pero mucha agua ha corrido bajo el puente desde la aparición de la imprenta, la televisión y la radio. A finales de la década de los 60’s y principios de los 70’s comenzó a gestarse bajo el ropaje de un experimento militar estadounidense, lo que conocemos hoy como Internet y aunque para muchos los orígenes de tan trascendental avance aún estén en discusión, claramente ha cambiado de manera sustancial nuestras vidas. 
Hace algunos años la revista Science publicó un especial sobre la inundación de datos e información que afirma que “existen 315 veces más información que granos de arena en el mundo”, refiriéndose a la información en soportes tecnológicos que se ha venido incrementando de forma exponencial a partir del año 2000, fecha en que se estima, comenzó la era digital. Esta afirmación no es descabellada: basta con navegar un par de segundos en la red para sentirnos abrumados por la cantidad infinita de posibilidades, links, hipervínculos, ventanas emergentes, publicidad, invitaciones e incluso, falsos premios en los que siempre, independientemente de la hora o el día, eres el usuario número 1.000.000.000 (un millón). A propósito de Internet, el ingeniero, consultor y desarrollador web danés Jacob Nielsen, conocido como “el padre de la usabilidad”, afirma que “Internet es una economía basada en la atención donde la moneda de cambio es el tiempo del usuario”. Aquí debemos hacer un paréntesis y definir la “usabilidad” en palabras de otro desarrollador web, el señor Yusef Hassan como “la disciplina que estudia la forma de diseñar Sitios Web para que los usuarios puedan interactuar con ellos de la forma más fácil, cómoda e intuitiva posible". 
Teniendo en cuenta lo anterior podríamos señalar que hoy por hoy internet no es solamente un servicio y un bien de acceso público sino que se ha convertido en una necesidad, en un elemento básico de la canasta familiar, en un insumo del que puede hacerse buen o mal uso, o, como dirían lo mayores, en un mal necesario. De otro lado, el polémico programador y ciberactivista australiano, Julian Assange afirma a su vez que “Internet es una gigantesca máquina de espionaje al servicio del poder. Debemos luchar contra esta tendencia y convertirla en un motor de transparencia para el público, no solo para los poderosos” y aunque puede sonar paranóico, hace muy poco supimos que el mismo presidente de los Estados Unidos defendía las bondades, la legalidad y eficacia del espionaje en internet. Incluso, la propia presidenta de Brasil fue blanco del espionaje de su correo electrónico por parte del gobierno estadounidense. 
Cada vez que accedemos a internet nos sumergimos en un mar de datos, muchos de ellos insulsos o fraudulentos, tanto así que ya pronto estaremos hablando no de navegar en internet sino más bien de naufragar. Dicho de otra manera, la información nos pasa por encima como una gran mole sin darnos oportunidad de examinar concienzudamente la veracidad de su contenido. 
Actualmente, la velocidad con se transmite la “información” nos arrastra en el torbellino del like y el retweet con la aparición, hacia mediados de 1990, de las redes sociales. Y es aquí donde el comportamiento del ser humano adquiere matices de verdadera egolatría alimentado por una necesidad insaciable de notoriedad, de aceptación, de figuración. Y en ese sentido cabe preguntarnos, ¿cómo contribuye a la información, es decir, a la formación de nuevos conocimientos, la selfie ridícula en cuyo fondo apreciamos la cenefa del cuarto de baño que exhibe a una mujer x de mirada incitadora, labio hinchado y pecho sospechosamente henchido? Nada más frondio. 
Pero entonces, ¿qué hacemos con tanta información?, ¿cómo nos sustraemos a su aletazo, a su sacudida?,¿Es posible mantenerse al margen? Evidentemente no. Lo único que nos queda es ser cautos. En el supuesto de que pudiéramos catalogar y organizar de manera coherente y lógica toda la información circulante, seguramente nos encontraríamos con que de los millones y millones de archivos con el mismo nombre o características, miles y miles son simples carpetas marcadas, pero vacías y quizá entonces tengamos que volver a levantar nuestros ojos para posarlos sobre aquellas cosas que en apariencia no dicen nada, como por ejemplo, un árbol absurdamente plantado en medio del separador de una gran avenida, un árbol que jamás será abrazado por cuenta del hollín que cubre su cuerpo y que nos informa, entre otras cosas, sobre la polución de la ciudad.

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