2 de enero de 2015

GRIS


Por Mary Zamora

Texto publicado en la Cuarta Edición de la Revista Túnel de Letras

Soy Bruno, a secas. Desconozco mi edad o fecha de nacimiento. Sé mi nombre porque he oído a otros pronunciarlo. Desde que tengo memoria soy  un poco ciego y sordo incapaz de comunicarme como no sea levantado una de mis cejas, lo cual, lejos de ser un gesto suplicante, más parece displicente. Tal vez por eso la gente huye de míEsta apariencia desgarbada, el olor a humedad antigua y la constante rasquiña en el cuerpo, les debe parecer repulsiva.  
Muchos se preguntaran al pasar por la esquina que habito porqué sigo aquí en medio de los escombros, aún después del accidente que consumió la casa  y con ella, sus años incalculables. ¿Saben? No fue accidental. Lo de la veladora alumbrando la paz inalterada del santo de yeso que cayó de la cómoda luego de ser embestida por el vendaval y que se tiene por versión oficial de los hechos, no es cierto. Pero eso a nadie le importa. Que toda una familia mísera de un barrio mísero muera a causa del humo o de las heridas provocadas por el fuego o bajo el peso recalcitrante de montones de escombros, a nadie le importa ya.  
Recuerdo que esa noche arrastré a Marcos y sus ocho años de peso escalera abajo, mientras mis pulmones se llenaban de humo, pero no despertaba. Lo dejé en mitad de la calle y regresé por Susana. Parecía una escultura al terror. La empujé, la zarandeé, le indiqué una posible salida, me paré frente a ella con toda la rabia de que era capaz, pero en vano. No reaccionó ni siquiera ante la viga de madera chamuscada que le quebró las piernas con la facilidad con que se quiebra un cristal. Aún veo en mis noches sus ojos enrojecidos, clavados en un punto donde los límites que impone mi ceguera parcial no me había permitido llegar: el desvalijado camastro, más inerme aún bajo el peso del techo y el polvo, y coronado de telarañas antiquísimas, donde sus otras dos criaturas ya eran cadáveres en trance de sueño, ajenos a todo.    
A Rufino lo encontraron después residentes del lugar a quienes el humo dio aviso. Dicen que seguramente estaba ebrio o drogado, o ambas cosas. Dicen que seguro no sintió nada. Dicen que de haber estado en sus cabales habría salvado a la familia. Dicen que había discutido fuertemente con Susana y luego de eso le había prendido “candela al rancho”. Dicen que era un buen tipo. Otros, que era un malandrín de poca monta. Yo solo digo que fue quien me recogió de una calle más miserable que esta y la primera persona en llamarme por un nombre: Bruno.  
En cuanto a Princesa, estaba seguro que aún vivía, que solo estaba extraviada entre la multitud y la prisa. Entonces recorría las calles día tras día mirando fijamente todos los ojos, con la esperanza de encontrar por fin sus ojos grises, a sabiendas de la molestia que implicaba para los demás sentirse observados así, tan descaradamente.  
El día en que la traje conmigo, Rufino me miró con un gesto de pícara aprobación y dijo en voz alta: “, Bruno anda de amores. Donde come uno, comen dos: bienvenida, Princesa”. Y se quedó. Y conocí algo de lo que siempre había escuchado hablar en abstracto: felicidad. Felicidad materializada en largos paseos, uno junto al otro, sin hablar, ya sea porque conocía mis limitaciones o quizá porque ella misma era incapaz de hacerlo, pero siempre comunicados por medio de la mirada, del olor, de las huellas que iba dejando uno en pos del otro.  
¡Princesaaa! Traté de gritar aquella noche nefasta, mientras buscaba su rastro en los escombros. Inútiles pulmones. Inútil garganta que no produce voz, sino apenas aullidos deformes. No pude hallarla y desde entonces por más vueltas que dé, me es imposible dormir tranquilamente.  
La primera vez que la vi fue en la plaza de mercado. Buscaba, igual que yo, algo para comer. De un negocio cercano sacaron un par de frutas descompuestas, mezcladas con trozos de pan seco. Un verdadero botín que cedí para ella. El hambre me laceraba el estómago, pero verla saciar su apetito agradecida, calmó todas mis hambres anteriores y futuras.  
Es obvio por qué continuaba allí: la esperabaElla siempre tuvo más facilidad para ubicarse en la noche y evadir los peligros de la otra ciudadla que vigilia con codicia el paso del transeúnte desprevenido. Hace un par de noches, sin embargo, la inquietud me impulsó a salir a buscarla, así, casi a ciegas, mojado de sudor y lluvia.   
 Deambulé inciertamente durante horas. Cuando sentía desfallecer, me tendía en el andén más próximo. De vez en vez, me colaba en algún establecimiento buscando algo qué beber, algo qué comer. De vez en vez, alguien me miraba con recelo y dejaba para mí unas sobras en la calle. Recobraba fuerzas. Continuaba. Avanzaba. Me desplomaba. Hasta entonces, no había caído en cuenta de lo viejo que seguramente soy. Como decía Rufino: “ya no estoy para esos trotes” 
Un grupo de personas, de esas que reclaman para sí el dominio de una ciudad que en el día los excluye, se había agolpado en una vía cercana, tal vez por la novedad efímera de un accidente. Los vi alejarse con gesto frustrado. Nada de valor qué rescatar, pensé. 
Cuando todos se hubieron marchado quise acercarme, por curiosidad nada más. Entonces, vi un caminito rojo mezclado con agua de lluvia, que iba a perderse en la alcantarilla y  sentí un olor demasiado conocido para mí… y sentí náuseas y vi que la lluvia conmovida había lavado las heridas de ese pequeño cuerpo y hacía resplandecer su pelo, entre negro y canoY vi los ojos grises tanto tiempo buscados, perderse en un punto del firmamento. Y sentí algo de lo que siempre había escuchado hablar en abstracto: impotencia.  
“¡Princesaaa!,  ladré entonces a la luna, a la luna pálida” y escuché por fin mi voz esquiva estrellarse contra el viento para luego perderse en su vacío gris.  


GRIS - (c) - MARISELLA ZAMORA

5 comentarios:

  1. Me gustan bastante tus relatos!!!

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  2. muy conmovedor y mucho talento, felicitaciones, adelante

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  3. ¡¡Caramba!! como siempre, fue todo un placer. Gracias por permitir que me deleite en la lectura de tus memorables textos. Abrazos

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