Por Soledad Cadena
La carretera oscilaba entre
las montañas, el mar y el río, durante kilómetros de horas.
A ambos lados, los
árboles parecían negarse al galanteo del viento, inmersos en su abrazo abovedado.
En algunas planicies, el sol había posado sus ojos por mucho tiempo y los
valientes arbustos que intentaron protegerlas, abandonados por su ejército, desfallecían
de calor arrastrando sus ramas envejecidas, mientras que las nubes inclementes
proyectaban sombras abochornadas.
Pero las hojas volaban al arrullo de la brisa
y eran, como las mariposas de Mauricio Babilonia, amarillas.
Giraban, danzaban,
caían para luego levantarse en remolino, henchidas de viento y sol, hermosas.
Luego, la noche, que no es más que la acumulación de todas nuestras sombras, se
precipitó. Se desbordó. Se explayó cuán grande era y nada pudo escapar a su
invasión.
A lo lejos se veían aparecer por momentos algunos ojos
resplandecientes rodando por la carretera, pero su luz apenas si les alcanzaba
para no chocar entre sí.
De repente, sin más ni más, ahí estaba: el amanecer es
el clímax entre la noche y el día. Azorado, cogido en flagrancia, el día no
sabía dónde comenzaba y dónde debía terminar. La noche entre tanto, recogía sus vestidos
perezosamente e iba a colocarse al lado de los primeros transeúntes. ¡Y las
montañas ofreciendo sus formas lujuriosas! ¡Las montañas esperando el seísmo
del amor!
Entonces la neblina, el suspiro del cielo, se arrojaba pudorosa sobre
ellas. Más allá, las rocas milenarias e impasibles esperaban el azote de las
olas, mientras el sol sediento y apenado, no soportando más la tentación del
mar, se iba sumergiendo poco a poco.
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