7 de enero de 2014

Paisajismo

Por Soledad Cadena

La carretera oscilaba entre las montañas, el mar y el río, durante kilómetros de horas. 
A ambos lados, los árboles parecían negarse al galanteo del viento, inmersos en su abrazo abovedado. 
En algunas planicies, el sol había posado sus ojos por mucho tiempo y los valientes arbustos que intentaron protegerlas, abandonados por su ejército, desfallecían de calor arrastrando sus ramas envejecidas, mientras que las nubes inclementes proyectaban sombras abochornadas. 

Pero las hojas volaban al arrullo de la brisa y eran, como las mariposas de Mauricio Babilonia, amarillas. 
Giraban, danzaban, caían para luego levantarse en remolino, henchidas de viento y sol, hermosas. 
Luego, la noche, que no es más que la acumulación de todas nuestras sombras, se precipitó. Se desbordó. Se explayó cuán grande era y nada pudo escapar a su invasión. 
A lo lejos se veían aparecer por momentos algunos ojos resplandecientes rodando por la carretera, pero su luz apenas si les alcanzaba para no chocar entre sí. 
De repente, sin más ni más, ahí estaba: el amanecer es el clímax entre la noche y el día. Azorado, cogido en flagrancia, el día no sabía dónde comenzaba y dónde debía terminar. La noche entre tanto, recogía sus vestidos perezosamente e iba a colocarse al lado de los primeros transeúntes. ¡Y las montañas ofreciendo sus formas lujuriosas! ¡Las montañas esperando el seísmo del amor! 
Entonces la neblina, el suspiro del cielo, se arrojaba pudorosa sobre ellas. Más allá, las rocas milenarias e impasibles esperaban el azote de las olas, mientras el sol sediento y apenado, no soportando más la tentación del mar, se iba sumergiendo poco a poco.

No hay comentarios:

Publicar un comentario