Era
una mañana como cualquiera, al menos en apariencia. Un halo gris cubría la
ciudad, como si alguien se hubiese propuesto deshilar las nubes para tejer con
ellas un manto. Las farolas encendidas de los autos pretendían dominar la
neblina, mientras las luces de las casas se encendían perezosamente. En alguna
de ellas, una mujer preparaba el desayuno con cuidado maternal. Al principio, y
dadas las condiciones del clima, no le pareció extraño que su hijo durmiera un
poco más, pero al cabo de una hora, decidió subir de nuevo a la habitación.
Continuaba allí, tendido en la cama y sin la más mínima muestra de haberse
movido. Su rostro lucía pálido, pero apacible. La madre, algo preocupada, le
llamó con fuerza. Nada. Volvió a llamarle, pero en vano. Se acercó y le tocó,
intentando despertarlo. Lo movió cuanto pudo, pero no reaccionaba. Desesperada,
puso el oído sobre su pecho para escuchar la respiración: era muy débil, pero
constante y acompasada. De inmediato pidió ayuda. Cuando lo subieron a la
ambulancia no podía sospechar que sería la última vez que lo vería en casa.
El
indefenso joven sin embargo, sintió como era tomado por sus extremidades. Oía
los sollozos de su madre y voces desconocidas a su alrededor que se iban
alejando poco a poco. Cuando finalmente no escuchó nada más, despertó caminando
en el vacío, pero no sentía vértigo ni temor. A lo lejos se adivinaban algunas
montañas de un rojo oscurecido, surcadas por delgados hilos de lo que parecía
agua roja. Encaminó sus pasos hacia allí. Tenía la extraña sensación de caminar
sin avanzar en lo que le parecieron días enteros. Al cabo de algún tiempo
indeterminado, un sonido similar a un golpeteo le indicó que había llegado a
algún lugar. Que había llegado a Sriklón.
Estando
allí, le bastó una mirada para saber que todo estaba muriendo poco a poco. Era
un pequeño planeta rojo en todas las tonalidades y variaciones posibles.
Criaturas de corta estatura color rojo pálido con el cuerpo cubierto de pelusa,
caminaban fatigadas de un lugar a otro, como en busca de algo. Tenían grandes
orejas acampanadas; las dos extremidades superiores terminaban en dos pares de
dedos larguísimos, mientras las inferiores eran apenas un muñón informe. Dos
pequeños puntos rojo carmín hacían las veces de ojos y una prominencia a
continuación de ellos parecía ser la nariz. En cuanto a la boca, diríase que
era una especie de pitillo enrollable.
Ahora
el Visitante esperado con tanta ansiedad había llegado y de inmediato todos lo
notaron. Tan pronto entró en Sriklón, el
joven fue recibido con júbilo, como un dios salvador. Los hombrecillos se
reunieron en torno a él, rodeándolo en un círculo. El monarca de Sriklón tomó
la palabra. Sus largos dedos iniciaron un tecleo frenético sobre la tierra
rojiza para alabar la valentía del Visitante y resaltar los muchos trabajos que
éste debía haber pasado antes de llegar a aquél, su humilde planeta,
atravesando la espesa nebulosa de los
sueños y abandonando por completo la materia corpórea que le ataba a otro mundo.
Luego le explicó la precaria situación por la que estaban pasando. El
Visitante, con sus extraños cinco dedos cortos y regordetes, martillaba el
suelo, haciendo preguntas. El monarca le contó que desde hacía muchos, muchos
sueños, nadie había vuelto a visitarlos y que por ello las reservas de sangre
que obsequiara amablemente el último Visitante se habían agotado por completo.
Los sriklonianos estaban muriendo de
sed. El líquido vital se extinguía y con él, las esperanzas de continuar con
vida. Algunos más impacientes, interrumpieron los signos del monarca y
comenzaron a martillar en el suelo sus súplicas: “¡Sólo unas gotas benefactor nuestro, sólo unas gotas!”
El
monarca gritó en el suelo algunos signos y pidió silencio. Llegado el
momento, explicó el procedimiento para
extraer el líquido, a lo cual el joven accedió conforme. Grandes y espesas
gotas de sangre brotaron de las venas en sus brazos, luego de ser punzadas
hábilmente por varios hombrecillos con un filo retráctil hasta entonces oculto
en uno de los dedos. Tan pronto como la sangre del Visitante cayó al suelo,
todo “enrojeció” de nuevo. Con avidez, los pequeños sriklonianos corrieron a
las orillas de los riachuelos y se dispusieron a beber. El planeta renacía de
nuevo ante la mirada agradecida de miles de sriklonianos.
A
millones de sueños de allí, un joven, otrora rebosante de salud, lleva varios
días recluido en una clínica luego de sufrir episodios rarísimos de narcolepsia
prolongada. Los doctores no consiguen explicar la pérdida de sangre que le está
ocasionando una anemia severa. Lo único claro es que sus glóbulos rojos se
destruyen antes de lo normal de forma irreparable. Durante los escasos momentos
de vigilia, el joven habla de un planeta lejano, un planeta llamado Sriklón,
habitado por pequeños seres que se comunican golpeando el suelo con sus
larguísimos dedos sobre la tierra siempre roja. Se enorgullece de ser su
generoso bienhechor. A medida que habla, sus mermadas fuerzas le abandonan por completo. Nada más blanquecino y sosegado
que su rostro.
Hoy,
después de tantos meses, la acongojada madre vuelve a asomarse a la ventana
como escrudiñando la calle, mientras repasa mentalmente las palabras que su
hijo pronunciara la última vez que abrió los ojos sólo para cerrarlos
definitivamente: “No sufras madre, estoy
bien. Sentí el llamado de la sangre y salvé a Sriklón”
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