18 de enero de 2014

Saldo en rojo

Era una mañana como cualquiera, al menos en apariencia. Un halo gris cubría la ciudad, como si alguien se hubiese propuesto deshilar las nubes para tejer con ellas un manto. Las farolas encendidas de los autos pretendían dominar la neblina, mientras las luces de las casas se encendían perezosamente. En alguna de ellas, una mujer preparaba el desayuno con cuidado maternal. Al principio, y dadas las condiciones del clima, no le pareció extraño que su hijo durmiera un poco más, pero al cabo de una hora, decidió subir de nuevo a la habitación. Continuaba allí, tendido en la cama y sin la más mínima muestra de haberse movido. Su rostro lucía pálido, pero apacible. La madre, algo preocupada, le llamó con fuerza. Nada. Volvió a llamarle, pero en vano. Se acercó y le tocó, intentando despertarlo. Lo movió cuanto pudo, pero no reaccionaba. Desesperada, puso el oído sobre su pecho para escuchar la respiración: era muy débil, pero constante y acompasada. De inmediato pidió ayuda. Cuando lo subieron a la ambulancia no podía sospechar que sería la última vez que lo vería en casa.
El indefenso joven sin embargo, sintió como era tomado por sus extremidades. Oía los sollozos de su madre y voces desconocidas a su alrededor que se iban alejando poco a poco. Cuando finalmente no escuchó nada más, despertó caminando en el vacío, pero no sentía vértigo ni temor. A lo lejos se adivinaban algunas montañas de un rojo oscurecido, surcadas por delgados hilos de lo que parecía agua roja. Encaminó sus pasos hacia allí. Tenía la extraña sensación de caminar sin avanzar en lo que le parecieron días enteros. Al cabo de algún tiempo indeterminado, un sonido similar a un golpeteo le indicó que había llegado a algún lugar. Que había llegado a Sriklón.
Estando allí, le bastó una mirada para saber que todo estaba muriendo poco a poco. Era un pequeño planeta rojo en todas las tonalidades y variaciones posibles. Criaturas de corta estatura color rojo pálido con el cuerpo cubierto de pelusa, caminaban fatigadas de un lugar a otro, como en busca de algo. Tenían grandes orejas acampanadas; las dos extremidades superiores terminaban en dos pares de dedos larguísimos, mientras las inferiores eran apenas un muñón informe. Dos pequeños puntos rojo carmín hacían las veces de ojos y una prominencia a continuación de ellos parecía ser la nariz. En cuanto a la boca, diríase que era una especie de pitillo enrollable.
Ahora el Visitante esperado con tanta ansiedad había llegado y de inmediato todos lo notaron. Tan pronto entró en  Sriklón, el joven fue recibido con júbilo, como un dios salvador. Los hombrecillos se reunieron en torno a él, rodeándolo en un círculo. El monarca de Sriklón tomó la palabra. Sus largos dedos iniciaron un tecleo frenético sobre la tierra rojiza para alabar la valentía del Visitante y resaltar los muchos trabajos que éste debía haber pasado antes de llegar a aquél, su humilde planeta, atravesando la espesa  nebulosa de los sueños y abandonando por completo la materia corpórea que le ataba a otro mundo. Luego le explicó la precaria situación por la que estaban pasando. El Visitante, con sus extraños cinco dedos cortos y regordetes, martillaba el suelo, haciendo preguntas. El monarca le contó que desde hacía muchos, muchos sueños, nadie había vuelto a visitarlos y que por ello las reservas de sangre que obsequiara amablemente el último Visitante se habían agotado por completo. Los sriklonianos  estaban muriendo de sed. El líquido vital se extinguía y con él, las esperanzas de continuar con vida. Algunos más impacientes, interrumpieron los signos del monarca y comenzaron a martillar en el suelo sus súplicas: “¡Sólo unas gotas benefactor nuestro, sólo unas gotas!”
El monarca gritó en el suelo algunos signos y pidió silencio. Llegado el momento,  explicó el procedimiento para extraer el líquido, a lo cual el joven accedió conforme. Grandes y espesas gotas de sangre brotaron de las venas en sus brazos, luego de ser punzadas hábilmente por varios hombrecillos con un filo retráctil hasta entonces oculto en uno de los dedos. Tan pronto como la sangre del Visitante cayó al suelo, todo “enrojeció” de nuevo. Con avidez, los pequeños sriklonianos corrieron a las orillas de los riachuelos y se dispusieron a beber. El planeta renacía de nuevo ante la mirada agradecida de miles de sriklonianos.
A millones de sueños de allí, un joven, otrora rebosante de salud, lleva varios días recluido en una clínica luego de sufrir episodios rarísimos de narcolepsia prolongada. Los doctores no consiguen explicar la pérdida de sangre que le está ocasionando una anemia severa. Lo único claro es que sus glóbulos rojos se destruyen antes de lo normal de forma irreparable. Durante los escasos momentos de vigilia, el joven habla de un planeta lejano, un planeta llamado Sriklón, habitado por pequeños seres que se comunican golpeando el suelo con sus larguísimos dedos sobre la tierra siempre roja. Se enorgullece de ser su generoso bienhechor. A medida que habla, sus mermadas fuerzas le abandonan  por completo. Nada más blanquecino y sosegado que su rostro.


Hoy, después de tantos meses, la acongojada madre vuelve a asomarse a la ventana como escrudiñando la calle, mientras repasa mentalmente las palabras que su hijo pronunciara la última vez que abrió los ojos sólo para cerrarlos definitivamente: “No sufras madre, estoy bien. Sentí el llamado de la sangre y salvé a Sriklón”

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