Por Mary Zamora
(Encuentra éste y otros relatos en Universo de libros y Diversidad Literaria).
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Hacía varios años ya que despertaba cada día con la ilusión de un milagro: su hijo se acordaría de ella, iría a visitarla y hasta le llevaría flores; sabía que no debía esperar demasiado, pero se trataba de su Andy y aún después de tanto tiempo separados, seguía teniéndole muchísima fe.
Los días avanzaban lentos para ella,
raudos para él, como si vivieran en tiempos diferentes; le era doloroso
reconocer que muy pocas veces Andy la recordaba y sin embargo, ella estaba
siempre ahí.
Era un hombre promedio, de esos que
elevan plegarias a Dios sólo cuando la necesidad es apremiante; tenía una bella
esposa, hijos aplicados, empleo agradable, amigos leales, reconocimiento y por
supuesto, dinero. Ella, por su parte, era la madre sumisa, entregada,
sacrificada, la de manos callosas sin manicura que había ido perdiendo la vista
poco a poco en la velocidad de su máquina de coser. Abogaba a Dios por él desde
siempre, sin pedir nada para sí; las madres saben que toda su felicidad
se reconcentra en la felicidad de los hijos.
Ahora, sabiendo que le quedaba poco
tiempo, se atrevía a pedir algo para ella, aunque en su interior supiera que lo
pedía también para él, para evitarle padecimientos al alma de su hijo llegado
el momento.
Un día más, otro, y otro, y con
ellos, la esperanza; Andy se encontraba como siempre ocupadísimo.
Excusarlo, perdonarlo por el olvido eterno y esperar.
Pero ya no había más
tiempo; la hora del último estertor había llegado. Intentó llamarlo con todas
las fuerzas de su pensamiento:
- ¡Por favor, me queda tan poco
tiempo!
La suerte estaba echada. Las últimas
lágrimas las lloró frente a la losa que daba cuenta de su muerte física: Abril
7 de 1987. Recordó cómo los primeros años, el hijo amado, junto con la familia,
venía a visitarla los domingos y le traía flores. Luego de algunos años, las
visitas se fueron espaciando, pero aún le alcanzaba para seguir con vida;
mientras no la borraran por completo de sus recuerdos, permanecería viva. Con
el tiempo, ese recuerdo se redujo a una misa anual por el “descanso” de su alma
y finalmente, tuvo que conformarse con ser apenas mencionada en alguna reunión
familiar.
Todo esto había hecho que poco a poco
fuera desapareciendo; los demás entes que compartían “eternidad” con ella, la
animaban a no perder la fe, pero finalmente, habían terminado por aceptar que
pronto partiría.
Ella no se resistió; un último pensamiento en el que pudo ver a Andy. Era feliz.
Entonces,
sintió cómo una fuerza sobrenatural la arrastraba consigo, pero ya no era
consciente de que se había incorporado a ella. Había muerto. Ahora formaba
parte de la fuerza del viento. Lejos, muy lejos de allí, su hijo
elevaría a Dios una nueva plegaria.
LA FUERZA DEL VIENTO -
(c) -
MARISELLA ZAMORA
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