Por Mary Zamora
Recuerdo una carretera a cuyos lados pasaban volando gigantes verdes que parecían sonreírme a través de las ventanas; Se veían felices en su eterna inmovilidad, saludando a los pasajeros. Yo también era feliz; por primera vez vería a mi padre. Una canción intentaba limpiar el aire viciado del bus y acallar las voces.
Recuerdo una carretera a cuyos lados pasaban volando gigantes verdes que parecían sonreírme a través de las ventanas; Se veían felices en su eterna inmovilidad, saludando a los pasajeros. Yo también era feliz; por primera vez vería a mi padre. Una canción intentaba limpiar el aire viciado del bus y acallar las voces.
Seguidamente,
me veo frente a una antigua y hermosa casona, ante una puerta de madera que se
me antojó inmensa; a continuación, estoy en medio de un salón, como un consultorio.
Ahora sé que es allí donde nace mi amor casi físico por los libros: habitaban
las paredes, perfectamente organizados; mi vista ávida, hambrienta, apenas alcanzaba
a abarcarlos.
Entonces
sucedió: apareció un hombre que al igual que la puerta de madera se me antojó
inmenso. Lucía una bata blanca; es probable que llevara gafas y comenzara a ser
calvo. Ya lo olvidé. Lo importante fue el abrazo. Si mediaron palabras, tampoco
lo recuerdo. ¡Lo verdaderamente importante para mí fue el abrazo! Seguramente
mi rostro infantil conoció aquel día otro tipo de lágrimas...
En
la última imagen del recuerdo me encuentro tratando de ver una vez más la
bella e imponente casa, los traviesos libros que trepaban paredes, el inmenso
hombre de la bata blanca....
Nunca
sucedió. La primera vez fue la última.
Uno
de mis antiguos profesores, tenía una máxima:"Nadie ama lo que no
conoce".
Por
fortuna tengo este recuerdo.
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