Capítulo III. Otros peligros
Por Soledad Cadena
La adolescencia comenzaba a acariciarla con
sus incómodos dedos. Desde muy pequeña, su madre le había advertido de “ciertos
peligros” que corren las niñas y en general las mujeres. De alguna manera, pero
sin comprenderlo del todo, era consciente de esos “peligros” porque los veía
reflejados en la mirada de su padrastro. Tan así, que cada vez que doña Rosa tenía un nuevo parto, Sol pasaba la noche en casa de doña Emilia o de doña
Evelia, “por precaución”.
Tan así, que
cuando regresaba a la casa de la escuela y sus hermanos no estaban porque
estudiaban por la tarde, ella se iba con su uniforme raído, sus zapatos
desfondados y su hambre, derechito para la biblioteca de La Romano y allí,
mientras leía, esperaba a que sus hermanos regresaran primero a casa para no
estar sola con don Pablo..
Fue también por esa época en que su padrastro
se tornó más violento. Todas las noches buscaba problema: “Rosa, su hija anda por ahí mostrándose como una zorra, pelándole el
diente a cuanto hijueputa se le atraviesa por la calle”.
Y así todas las noches. La familia ya sabía lo que
les esperaba. Se recostaban en la cama con todo y zapatos puestos. Muchas veces
tuvieron que huir. La bestia que golpeó inclemente a Joe, blandía machete y
amenazaba con matar a “todos estos
malparidos”, con estallar el cilindro del gas, con quemar la casa. Las
lágrimas que no conmovieron antes, tampoco lo hacían ahora. Ya no era tiempo de
lágrimas. Buscar asilo temporal en la casa de algún familiar, de algún vecino,
“mientras al señor se le pasa la perra”,
repetía doña Rosa.
Al otro día, mal dormidos y hambrientos, cada
uno regresaba a lo suyo. El trabajo. El estudio. La vida no se detiene porque a
usted se le detenga el corazón cuando escucha a la bestia llegar con su
infierno de tragos.
La escena se repitió una y otra vez durante
años como un deja vu. Eso, sumado a la sensación de impotencia, fue el
combustible que alimentó el odio, el rencor, la venganza, el deseo de muerte.
Pero no de la muerte propia, no. El deseo de la muerte ajena. La niña noble y
dulce, por todos querida, por todos alabada, la que los vecinos ponían como
ejemplo para las demás, deseaba que aquel hombre miserable muriera. Tan así,
que ya había pensado la forma de conseguirlo. Tan así, que ya había preguntado
en la droguería veneno para ratas (que abundaban, por cierto), tan así, que ya
estaba ingeniándose la manera de ahorrar unas monedas para comprarlo.