24 de enero de 2014

Cuatro décadas

Capítulo II. El diablo anda ebrio

(Volver a leer el Capítulo I aquí)

El grado de responsabilidad de don Pablo era inversamente proporcional a su grado de embriaguez. Doña Rosa debía trabajar en procura de alimento para sus hijos y Sol debía ser a la vez madre de sus hermanos, empleada de la casa y eventualmente, estudiante. Los ingresos de la señora Rosa lavando ropas o limpiando casas eran ínfimos; si se compraba panela, no se compraba arroz. Si se desayunaba, no se almorzaba. “Cuando hay se come, cuando no, se aguanta”, repetía siempre la buena mujer. Entonces Sol se guardaba la pena y la vergüenza en algún bolsillo, preferiblemente roto y salía, con los dos hermanos más grandecitos a buscar “chatarra” entre las basuras del vecindario para venderla. Es increíble cómo sirve lo que no sirve: cartón, hueso, vidrio, alambre, periódicos viejos, etc., se convertían entonces en una libra de arroz, en una panela, en una libra de papa, en pan y a veces, ¡hasta en huevos y leche!

Cada vez que Sol acababa de enseñarle a caminar a uno de sus hermanos, llegaba otro. Tal vez debió retrasar el proceso y enseñarles a caminar cuando tuvieran dos o tres años. A Migue tuvo que enseñarle a caminar dos veces. Los tiempos eran más difíciles que de costumbre. Había, como decían coloquialmente, “abundancia de escasez”. Los niños menores estaban enfermos. La fiebre no bajaba, aunque los bañara con agua tibia y les diera las medicinas religiosamente. Doña Rosa tuvo que salir a buscar ayuda. Había un par de vecinos que estudiaban enfermería. Pasaba el tiempo. No llegaban la madre ni la ayuda. Sol cargaba en su brazo derecho a Migue y en el izquierdo a Lucho. De pronto, el pequeño Migue no pudo más: sus ojitos velados por el llanto se quedaron inmóviles, mirando al vacío, tal vez en busca de alivio. Su cuerpecito se puso rígido, se contrajo. Era como cargar un pedazo de madera. Lucho,el otro pequeñín, no paraba de llorar. La niña lloraba sus dos niños. La madre no llegaba. La ayuda tampoco. La niña, con las dos pequeñas vidas en sus brazos, corrió tan rápidamente como corrían las lágrimas por sus mejillas, hacia el centro de salud. Migue tenía salmonelosis. Estuvo hospitalizado por varias semanas. Cuando regresó, había olvidado caminar, hablar, comer, utilizar la bacinilla…
Es preciso también hablar de Joe. Todo en él, hasta sus grandes y melancólicos ojos, era amarillo. Don Pablo lo había recogido en la calle, famélico, los puros huesos. ¡Los niños tenían ahora una mascota!
Los vecinos, a quienes siempre les sobraba algún plato de comida del hijo que había llegado tarde y no cenaba ya, y que, conocedores de la situación de Sol y su familia, la llamaban haciendo siempre hincapié: “está limpia, mija, nadie la ha probado, es que nos da pesar botar la comidita así”, ahora también tenían sobras de sobra para Joe, quien al poco tiempo, lucía fuerte y regordete. Un perro gordo en medio de tanta miseria, también parecía un insulto. Pero daba gusto verlo, jugar con él, correr con él, gritarle: “Barrabás, bás, bás” y escucharlo aullar, como si ese nombre le recordara alguna de sus vidas pasadas…

Una noche, el padrastro siempre ebrio llegó más ebrio que de costumbre. Joe no estaba de buenas pulgas. Comenzó a ladrar. ¡Más te  valdría no haberlo hecho, querido amigo! Esa noche, tú recibiste los golpes que la madre no recibió. Como  ya había recibido muchos, viniste a relevarla. Una bestia golpeaba sin piedad a un animal atado a una viga, e indefenso. Las súplicas no escuchadas de los niños, las lágrimas de la infancia, a menudo tan conmovedoras, aquella vez no conmovieron. Es imposible mover a la piedad a quien nunca tuvo corazón.   

18 de enero de 2014

Saldo en rojo

Era una mañana como cualquiera, al menos en apariencia. Un halo gris cubría la ciudad, como si alguien se hubiese propuesto deshilar las nubes para tejer con ellas un manto. Las farolas encendidas de los autos pretendían dominar la neblina, mientras las luces de las casas se encendían perezosamente. En alguna de ellas, una mujer preparaba el desayuno con cuidado maternal. Al principio, y dadas las condiciones del clima, no le pareció extraño que su hijo durmiera un poco más, pero al cabo de una hora, decidió subir de nuevo a la habitación. Continuaba allí, tendido en la cama y sin la más mínima muestra de haberse movido. Su rostro lucía pálido, pero apacible. La madre, algo preocupada, le llamó con fuerza. Nada. Volvió a llamarle, pero en vano. Se acercó y le tocó, intentando despertarlo. Lo movió cuanto pudo, pero no reaccionaba. Desesperada, puso el oído sobre su pecho para escuchar la respiración: era muy débil, pero constante y acompasada. De inmediato pidió ayuda. Cuando lo subieron a la ambulancia no podía sospechar que sería la última vez que lo vería en casa.
El indefenso joven sin embargo, sintió como era tomado por sus extremidades. Oía los sollozos de su madre y voces desconocidas a su alrededor que se iban alejando poco a poco. Cuando finalmente no escuchó nada más, despertó caminando en el vacío, pero no sentía vértigo ni temor. A lo lejos se adivinaban algunas montañas de un rojo oscurecido, surcadas por delgados hilos de lo que parecía agua roja. Encaminó sus pasos hacia allí. Tenía la extraña sensación de caminar sin avanzar en lo que le parecieron días enteros. Al cabo de algún tiempo indeterminado, un sonido similar a un golpeteo le indicó que había llegado a algún lugar. Que había llegado a Sriklón.
Estando allí, le bastó una mirada para saber que todo estaba muriendo poco a poco. Era un pequeño planeta rojo en todas las tonalidades y variaciones posibles. Criaturas de corta estatura color rojo pálido con el cuerpo cubierto de pelusa, caminaban fatigadas de un lugar a otro, como en busca de algo. Tenían grandes orejas acampanadas; las dos extremidades superiores terminaban en dos pares de dedos larguísimos, mientras las inferiores eran apenas un muñón informe. Dos pequeños puntos rojo carmín hacían las veces de ojos y una prominencia a continuación de ellos parecía ser la nariz. En cuanto a la boca, diríase que era una especie de pitillo enrollable.
Ahora el Visitante esperado con tanta ansiedad había llegado y de inmediato todos lo notaron. Tan pronto entró en  Sriklón, el joven fue recibido con júbilo, como un dios salvador. Los hombrecillos se reunieron en torno a él, rodeándolo en un círculo. El monarca de Sriklón tomó la palabra. Sus largos dedos iniciaron un tecleo frenético sobre la tierra rojiza para alabar la valentía del Visitante y resaltar los muchos trabajos que éste debía haber pasado antes de llegar a aquél, su humilde planeta, atravesando la espesa  nebulosa de los sueños y abandonando por completo la materia corpórea que le ataba a otro mundo. Luego le explicó la precaria situación por la que estaban pasando. El Visitante, con sus extraños cinco dedos cortos y regordetes, martillaba el suelo, haciendo preguntas. El monarca le contó que desde hacía muchos, muchos sueños, nadie había vuelto a visitarlos y que por ello las reservas de sangre que obsequiara amablemente el último Visitante se habían agotado por completo. Los sriklonianos  estaban muriendo de sed. El líquido vital se extinguía y con él, las esperanzas de continuar con vida. Algunos más impacientes, interrumpieron los signos del monarca y comenzaron a martillar en el suelo sus súplicas: “¡Sólo unas gotas benefactor nuestro, sólo unas gotas!”
El monarca gritó en el suelo algunos signos y pidió silencio. Llegado el momento,  explicó el procedimiento para extraer el líquido, a lo cual el joven accedió conforme. Grandes y espesas gotas de sangre brotaron de las venas en sus brazos, luego de ser punzadas hábilmente por varios hombrecillos con un filo retráctil hasta entonces oculto en uno de los dedos. Tan pronto como la sangre del Visitante cayó al suelo, todo “enrojeció” de nuevo. Con avidez, los pequeños sriklonianos corrieron a las orillas de los riachuelos y se dispusieron a beber. El planeta renacía de nuevo ante la mirada agradecida de miles de sriklonianos.
A millones de sueños de allí, un joven, otrora rebosante de salud, lleva varios días recluido en una clínica luego de sufrir episodios rarísimos de narcolepsia prolongada. Los doctores no consiguen explicar la pérdida de sangre que le está ocasionando una anemia severa. Lo único claro es que sus glóbulos rojos se destruyen antes de lo normal de forma irreparable. Durante los escasos momentos de vigilia, el joven habla de un planeta lejano, un planeta llamado Sriklón, habitado por pequeños seres que se comunican golpeando el suelo con sus larguísimos dedos sobre la tierra siempre roja. Se enorgullece de ser su generoso bienhechor. A medida que habla, sus mermadas fuerzas le abandonan  por completo. Nada más blanquecino y sosegado que su rostro.


Hoy, después de tantos meses, la acongojada madre vuelve a asomarse a la ventana como escrudiñando la calle, mientras repasa mentalmente las palabras que su hijo pronunciara la última vez que abrió los ojos sólo para cerrarlos definitivamente: “No sufras madre, estoy bien. Sentí el llamado de la sangre y salvé a Sriklón”

11 de enero de 2014

Muerte por raspadura

Por Mary Zamora 

Texto seleccionado como colaboración por la Revista Literaria Pórtico 21 (Editorial Costa Rica)

Hablar de un hombre prisionero de su sombra puede resultar absurdo para todo aquel que desconozca la azarosa  historia de Juliano Conti.
Creció siendo un niño como cualquier otro hasta los siete años, edad en la que tuvo consciencia de que algo inusual ocurría en él. La confirmación de su sospecha llegó una mañana, mientras jugaba en la sala de su casa y presenció con espanto cómo su sombra  hizo una travesura de la cual fue culpado; por más que intentó explicarles a sus padres quién había sido, lo máximo que pudo lograr fue que ellos le concedieran el tener una gran imaginación.
Episodios similares se fueron repitiendo con cierta frecuencia desde entonces: vidrios, rotos, macetas regadas por el suelo, habitaciones en total desorden, cosas perdidas y luego encontradas en los sitios más inverosímiles, como aquella ocasión en que la sombra traviesa hurtó el anillo de bodas de mamá y lo llevó hasta una de las salientes de la antena del televisor, donde mucho tiempo después, el padre lo descubrió una mañana en que debió subir al tejado.
La sombra de Juliano Conti parecía tener vida e inteligencia propias: cada vez que estaba a punto de ser sorprendida en flagrancia, con increíble velocidad iba a situarse al lado de su dueño, quien, asustado y confundido, jamás pudo dar una explicación convincente.
Seguramente habría podido adaptarse a su situación, de no ser porque la sombra no se contentó con estos juegos inocentes: a medida que pasaron los años, las travesuras fueron subiendo de tono e intención hasta llegar a ser algo mórbido y fatal: mascotas misteriosamente envenenadas en las casas  vecinas, caídas “accidentales” de compañeros y profesores, enfermos del hospital local a quienes por algún percance desafortunado se les cambiaba la medicación, todo ello hacía parte del largo expediente de la sombra de Conti.
Por cuenta de encontrarse siempre en la escena de la desgracia, Juliano  llegó a convertirse  en un ser nefasto para todos, aunque  nunca se le hubiera visto cometer nada per se. Sabiendo que no podría convencer a nadie en tanto no tuviera pruebas, decidió abandonar la casa paterna e irse a vivir a una vieja casona en las afueras de la ciudad que había pertenecido a sus abuelos, con la ilusión de que así evitaría que la sombra dañara a alguien más.
Una vez instalado allí, se quedaba días enteros en cama levantándose lo menos posible; procuraba no estar cerca de ninguna fuente de luz natural o artificial; si debía salir lo hacía hacia la 1 y 30 de la tarde, cuando por efecto de la posición del Sol en el cielo, su sombra era más corta.
Había tenido que empezar a observar esas sutilizas; la mayoría de las actuaciones fatídicas ocurrían entre las 9 y 30 y las 10 y 30 de la mañana y hacia las 5 de la tarde, cuando el sol estaba más bajo y por ende la sombra se hacía más larga. ¡Cuánto deseó ser transparente para que la luz pasara a través de él y verse a salvo de proyectar sombra alguna!
La reclusión empeoró las cosas para Juliano Conti. Comenzaba a sentir en carne propia ataques, golpes invisibles que la sombra le asestaba y que le hacían salir espantado de la cama. A medida que pasaban los días, la postración y el encierro lo debilitaban más y más. Muchas veces llamaron a su puerta, quizá vendedores o sus preocupados padres. Era en estas ocasiones donde los ataques se hacían más dolorosos, como si la sombra entendiera que la presencia de alguien en la casa serviría a sus propósitos. Hubiera querido abrir la puerta, huir y dejar encerrado allí aquel espectro, hubiera querido que alguien, una sola persona en el mundo, viera lo que él le había visto hacer…
Pero era imposible; Juliano Conti era esclavo de su sombra. Se le ocurrió entonces que podría aplacarla saliendo al amparo de la oscuridad; observaba el firmamento en busca de noches en las que hasta la luna sentiría temor de emerger. Las encontró, no sin dificultad, cerca del cuarto menguante. Al salir, se pegaba lo más posible a las paredes, evitaba faroles, luces de autos, linternas de veladores nocturnos, todo, con tal de no proyectarse.
La nueva estrategia de paseos nocturnos parecía dar resultado; los ataques de la sombra se hicieron  menos frecuentes; era como si en la noche, ésta se sintiera a sus anchas: se mezclaba tan asombrosamente con la oscuridad, que a veces era difícil identificarla. Ese camuflarse silencioso le daba la impunidad que tanto requería, de tal suerte que aniquilaba gatos solitarios o ebrios despistados que se aventuran por aquellos parajes casi desiertos. Juliano, como siempre, asistía a estos hechos con la complicidad de quien ve sin poder hacer nada.
El lugar comenzó a adquirir fama de siniestro cuando se  descubrieron los cuerpos sin vida de los desafortunados transeúntes ocasionales. Nació la  leyenda de  un misterioso personaje que habitaba la región y que en las noches sin luna salía para alimentarse de sangre fresca. Algunos habitantes de los pueblos cercanos culpaban al residente de la vieja casona a quien aseguraban haber visto y de quien decían, tenía una actitud lúgubre y misteriosa.
 Mientras la leyenda en torno a él se alimentaba, Juliano mataba los días recorriendo la casona. Un día en que revisaba unos viejos documentos, halló un antiguo álbum familiar. Mirando en detalle, encontró algunas fotos donde su sombra era incluso más notoria que él mismo. En un infantil arrebato, quiso borrarla: tomó entonces una pequeña cuchilla y comenzó a raer lentamente la impronta de la sombra hasta casi hacerla desaparecer.  Era una tontería, pero lo hizo sentir mejor.
Sin embargo, esa noche sintió que la sombra se comportó de manera extraña: había suficientes gatos y perros callejeros y no obstante, los dejó pasar de largo. Incluso, regresaron a la casona mucho antes de lo habitual. Juliano pasó el resto de la noche pensando a qué se debería ese cambio repentino. Casi a la madrugada, por fin, encontró la única y descabellada respuesta: su sombra se había debilitado gracias a la acción que había ejecutado en la foto la mañana anterior.
Sin perder tiempo, se dedicó a recolectar las fotos donde su sombra se reflejaba y con paciencia y tacto, la fue borrando una a una. Incluso fue más lejos: con una antigua cámara que encontró en el sótano, posó muchas veces tomando todas las fotos posibles, que luego, hizo revelar en el laboratorio de una población cercana. Las consecuencias previstas por Conti no se hicieron esperar, ya que en las noches sucesivas, cuando se disponía a salir, su sombra se quedaba arrinconada, como sin fuerza, como temerosa.
Por fin Juliano Conti encontraba algo de paz y descanso. Durante días enteros no sintió los embates de la sombra. Era ella quien se encontraba ahora postrada en la cama, sin fuerzas para moverse, casi aniquilada. Alentado por esa nueva y grata situación, decidió salir de día, a media mañana. Como era de esperarse, la sombra enferma no lo acompañó. Aprovechó para ir donde sus padres, quienes después de tantas visitas infructuosas, habían comenzado a imaginar  lo peor. No perdió su tiempo tratando de explicarles la dolorosa situación que había atravesado durante todos esos meses. Les dijo, por el contrario, que un viaje repentino lo había alejado de la ciudad. Al fin gozaba de un momento de felicidad real, tantas veces aplazado. Llegada la noche, la madre insistió en que se quedara, que no regresara a aquel lugar, que nada les haría más dichosos que tenerlo de nuevo a su lado. Juliano le prometió que  pronto volvería y que lo haría para quedarse.
Pero de camino a la casona, comenzó a sentirse mareado. Achacó ese malestar a la opípara cena que había ingerido. Sin embargo, su malestar fue empeorando: estaba bañado en sudor, se sentía sin fuerzas, incapaz de controlar sus movimientos, incapaz de articular palabra. A duras penas pudo llegar a la casona. Sus ojos, acostumbrados a presenciar dolor, no pudieron soportar la macabra imagen que lo recibió al abrir la puerta: sentada a la mesa, encorvada y macilenta, la sombra raía con la cuchilla los últimos vestigios de la imagen de su dueño en una foto. Juliano se acercó con dificultad para comprobar que todas las demás ya habían sido borradas. En un último intento de supervivencia, se abalanzó como pudo sobre ella, arrebatándole la cuchilla para arrojarla por la ventana. El esfuerzo había sido supremo. Ya sin aliento, se desplomó en la cama. A su lado, en perfecta sincronía, la sombra homicida también se desplomaba.

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Cuentan que una mañana, un par de ancianos tocó muchas veces a la puerta de una antigua  casona. Al no obtener respuesta, pidieron ayuda para derribarla, argumentando que quizá su hijo se encontraría allí dentro, enfermo. Lo que hallaron superaba los límites de toda lógica: sobre la cama, en medio de sábanas sucias y malolientes, la imagen de lo que parecía haber sido un hombre, yacía casi borrada. Junto a él, en idéntica posición, también reposaban los restos de algo semejante a una sombra.


MUERTE POR RASPADURA - (c) - MARISELLA ZAMORA

7 de enero de 2014

Paisajismo

Por Soledad Cadena

La carretera oscilaba entre las montañas, el mar y el río, durante kilómetros de horas. 
A ambos lados, los árboles parecían negarse al galanteo del viento, inmersos en su abrazo abovedado. 
En algunas planicies, el sol había posado sus ojos por mucho tiempo y los valientes arbustos que intentaron protegerlas, abandonados por su ejército, desfallecían de calor arrastrando sus ramas envejecidas, mientras que las nubes inclementes proyectaban sombras abochornadas. 

Pero las hojas volaban al arrullo de la brisa y eran, como las mariposas de Mauricio Babilonia, amarillas. 
Giraban, danzaban, caían para luego levantarse en remolino, henchidas de viento y sol, hermosas. 
Luego, la noche, que no es más que la acumulación de todas nuestras sombras, se precipitó. Se desbordó. Se explayó cuán grande era y nada pudo escapar a su invasión. 
A lo lejos se veían aparecer por momentos algunos ojos resplandecientes rodando por la carretera, pero su luz apenas si les alcanzaba para no chocar entre sí. 
De repente, sin más ni más, ahí estaba: el amanecer es el clímax entre la noche y el día. Azorado, cogido en flagrancia, el día no sabía dónde comenzaba y dónde debía terminar. La noche entre tanto, recogía sus vestidos perezosamente e iba a colocarse al lado de los primeros transeúntes. ¡Y las montañas ofreciendo sus formas lujuriosas! ¡Las montañas esperando el seísmo del amor! 
Entonces la neblina, el suspiro del cielo, se arrojaba pudorosa sobre ellas. Más allá, las rocas milenarias e impasibles esperaban el azote de las olas, mientras el sol sediento y apenado, no soportando más la tentación del mar, se iba sumergiendo poco a poco.