Por Mary Zamora
Es
1987.
Es noviembre.
Es la ciudad del invierno.
Es una región donde hasta la lluvia
es periférica, enlodada y menesterosa.
Es una barriada tímida que parece
retraerse sobre sí misma, en el más perfecto desamparo y sigilo.
Es un intento
de vivienda en el desconcierto de la cimentación.
Es el tiempo tocando una nota indeterminada entre las 12 del día y las 2 de la tarde.
Es una niña de
apenas 9 años, dolorosamente delgada y pálida, sentada al borde de una viga de concreto.
Es un vestido demasiado
grande y ajeno.
Es la bofetada del frío regada por los brazos, por las piernas.
Es un filamento que se
escabulle despacio desde la cuenca de sus ojos hasta la barbilla trémula.
Es una garganta lagrimeando nudos.
Son unos pies mojados balanceándose.
Son unos ojos hipnotizados por un vacío de 5
metros.
Son unas manos rígidas sosteniendo una escudilla.
Es un vientre lleno de hambre, que se revuelve.
Es un paladar que no ha visto sabores.
Es una mezcla mísera de agua con harina y un poco de manteca.
Sabe bien. Ella sonríe.
Piensa en los nuevos usos de las lágrimas.