Por Mary Zamora
No encontró la
casucha del odioso vecino,
ni la acera cubierta de excremento y cigarros,
ni el olor de
la lluvia reposada,
ni el frío con
su navaja en las montañas.
Solo estaba el
vacío,
solo estaba el
silencio,
y solo estaba
el hombre asido del picaporte
ante la grieta
inmensa,
ante la
profundidad,
y solo estaba
el hombre, efigie horrorizada
con los ojos
quebrados y libres de sus cuencas
y un dolor de
metralla regado por la piel
hecho de
exudación y de convulsiones pétreas
sujeto al
picaporte, sujeto del azar,
sujeto de la
estirpe de los Samsa
o de los
Frankenstein, o de los Hyde
sujeto en todo
caso, que se suelta,
que cercena la
cinta umbilical
que sabe que
precisa un solo paso
un simple paso
al frente, o hacia atrás
pero sabe
también que es sólo un hombre
y le asiste el
derecho de llorar.