Por Mary Zamora
Afirmar que la lectura es
una práctica social podría ser una verdad a medias, al menos en un país como
Colombia que adolece de lectores, no solo en el sentido literal del término,
sino entendiendo por “lector” a aquella persona capaz de llevar a cabo todo el
proceso de comprensión de cualquier tipo de información que le es transmitida
por algún medio. Otra afirmación equivocada sería decir que se trata de una práctica
social de minorías, ya que la lectura no es ni mucho menos una actividad
excluyente. En ese orden de ideas quizá sea más preciso afirmar que la
no-lectura es una práctica social habitual de la población colombiana.
Y es que para abordar el
tema en toda su complejidad se debe partir de la premisa que indica que una
práctica social es una acción o actividad común a un colectivo o grupo de
individuos o por decirlo de otra manera, la forma particular en que ese
colectivo hace determinadas cosas. Desde el enfoque socio cultural, la lectura
es una práctica puesto que implica una acción que conlleva una finalidad. La
teoría nos dice, por ejemplo, que la lengua es un tipo de práctica social, toda
vez que constituye un conjunto de caracteres y símbolos orales y escritos
mediante los cuales la comunidad se expresa, y que no son susceptibles de ser
modificados por ninguno de sus miembros. De hecho, cuando un individuo lee establece
una conversación con el autor, y el diálogo es, precisamente, un proceso para
la formación de lectores, como bien lo plantea el escritor inglés Aidam
Chambers en su propuesta “Dime. Los
niños, la lectura y la conversación (2007)”, enfoque que pretende ayudar a
los niños a hablar sobre cualquier texto que hayan leído, a fin de compartir y
dar sentido a esa experiencia.
En su obra, Chambers afirma
que el objetivo de la conversación es que las personas expresen lo que
realmente piensan y no lo que los demás quieren escuchar, y que una de las formas
de lograrlo es haciendo sentir a los involucrados que todo aquello que dicen es
digno de ser comunicado, sin entrar a descalificar ningún relato, ningún
comentario.
En ese orden de ideas,
hablar de la lectura como práctica social implica definirla no solo como una actividad
observable y medible, sino también como un hecho regulado por la misma
sociedad. Esta teoría fue expuesta suficientemente por el sociólogo francés
Michel Peroni en la conferencia pronunciada en el II Encuentro de Promotores de
la Lectura, celebrado en el marco de la XVIII Feria Internacional del Libro de
Guadalajara (México, 2004).
En su intervención, Peroni
mencionaba cómo la práctica de la lectura se ve influenciada por los diferentes
factores sociales y cómo dicha práctica se evidencia de manera estadística,
siendo precisamente la medición de su regularidad la que hace que se convierta
en fenómeno social. Al respecto cabe resaltar las cifras que dio a conocer el
DANE en su Encuesta de Consumo Cultural 2014, que indica que los colombianos
leemos un promedio de 4,2 libros al año. Las mismas cifras hablan de un
desolador 55% de los encuestados que no lee porque “no les gusta o no les
interesa”. Sin embargo, resulta interesante que el 75% de los lectores
respondió que leía “por gusto” (DANE, 2014)
Ante tal panorama, el reto
de seducir nuevos lectores parece inalcanzable, a pesar de que el país, a
través del Ministerio de Educación Nacional y el Ministerio de Cultura puso en
marcha desde el año 2002 un ambicioso Plan Nacional de Lectura y Escritura que
actualmente tiene por nombre “Leer es mi cuento”, una campaña que busca
fomentar la lectura integrándola a la cotidianidad de los colombianos, y que
concibe la lecto-escritura como una práctica inherente a los procesos de
construcción de conocimiento, que a pesar de ser tan atractiva parece no ganar
suficientes adeptos.
No obstante lo anterior, resulta
claro que la lectura es una herramienta fundamental para que los individuos
avancen en la construcción de país, para la creación de sentido, de
significancia, para impactar lo sensible y transformar subjetividades, para
visibilizar a los seres, para propiciar en ellos una actitud crítica y
reflexiva, a fin de que sean capaces de crear opiniones propias que orienten su
comportamiento en comunidad y le generen conciencia social. La lectura es una
práctica de identidad, una experiencia de coexistecia de diversidad que rompe
con la inequidad cultural, causante de no pocos de nuestros males. También, la
práctica de la lectura garantiza al individuo la democratización en el acceso
al conocimiento y a la información, sin olvidar que la generación de buenos
hábitos de lectura en los niños redunda en un mayor y mejor desempeño
académico.
Lastimosamente, todo esto
que puede parecer tan claro, tan evidente, es incomprensible para todo aquel
que no lee, y quizá la mayor dificultad sea comunicarlo de forma asertiva.
Entonces la falencia no es de quien no lee, sino de quien lo hace, pero es
incapaz de impactar y transformar la realidad de los otros a partir de sus
múltiples lecturas. En este punto cabe preguntarse, ¿El lector se ha reservado
para sí, por incompetencia o arrogancia, el prodigio que se esconde tras el
mundo de las letras? Que juzgue cada quien, pero lo más seguro es que de no ser
así, la lectura sería una práctica social de mayorías en Colombia.
Ahora bien: otra de las
posibles causas de la no-lectura en Colombia proviene del mismo modelo
educativo, que al usar el desgastado recurso de la obligatoriedad, corta de un
sablazo cualquier interés genuino que un estudiante pudiera tener en los libros.
Si a ello se suma que cada individuo es concebido por el sistema como una simple
pieza más del aceitado engranaje de la maquinaria capitalista, se entenderá
porqué para quienes ostentan el poder no es rentable educar personas que sean
capaces de cuestionar el establecimiento. Es más conveniente un país de
borregos, un país de ratones que eligen gatos, de diferente color, pero gatos
al fin y al cabo, un país con los ojos siempre cansados por las interminables
jornadas laborales y que por eso se deja obnubilar por las candilejas de la
farándula y el opio del fútbol. Aun así, nunca será tarde para cambiar ese
absurdo estado de las cosas e instaurar no solo la lectura, sino el arte y la
cultura en general, como una práctica social que todos acepten, que todos
ejerzan, de la que todos se beneficien.