18 de enero de 2015

EL BANQUETE

Por Mary Zamora

La noche del desastre, el señor Strauss se sentía indispuesto. Difícilmente pudo llegar al pequeño espacio que aún quedaba libre en el baño donde un espejo amarillento le proyectó la imagen de alguien en extremo pálido y delgado, con la piel manchada y poblada de caminitos prematuros.  

Era viudo desde hacía más de diez años y a raíz de aquella pérdida, su único hijo se había radicado en el exterior, no sin antes suplicarle que se marchara con él, a lo que el obstinado señor se había negado de forma contundente. El abatido joven no tuvo otra alternativa que dejarlo allí  y  depositar religiosamente el dinero para sus gastos mensuales. 

Desde entonces, y como sucedáneo inconsciente de la felicidad perdida, el señor Strauss había comenzado a traer a su casa artículos que encontraba por la calle y que habían sido catalogados por sus antiguos dueños como inservibles. 
Inicialmente, trajo un antiguo sillón con la convicción de que era posible repararlo. Luego fueron llegando otras sillas y sillones con la tapicería hecha trizas, porcelanas y jarrones rotos, muñecas descabezadas y toda suerte de juguetes inútiles, todo ello considerado por él como “recuperable”. De más  está decir que nunca refaccionó nada. 
En seguida llegó el turno a los periódicos, revistas y cajas de cartón. Por esos días, las campañas en pro del reciclaje abundaban en los medios, así que el señor Strauss sintió que estaba contribuyendo a salvar el planeta peligrosamente amenazado. Obviamente no se le escaparon los recipientes y empaques plásticos.  

Durante los primeros años de su aventura ecológica, el señor Strauss mantuvo de alguna manera el control de la situación, pero con el tiempo, la obsesión por almacenar más y más cosas se convirtió en un problema para los vecinos. Por fuera, su casa parecía una más, pero  al no tener la precaución de limpiar ciertos recipientes, los roedores y moscas merodeaban a su antojo el vecindario. Esta situación le valió no pocos enfrentamientos  que incluso lo llevaron ante las autoridades. No obstante, logró salir siempre bien librado, argumentando que dentro de los límites de su casa podía hacer lo que mejor le viniera. 

Los años transcurrieron en ese estado de tensión. El señor Strauss iba una vez al mes a retirar su dinero y comprar víveres, sin darse cuenta que compraba mucho más de lo que consumía. A estas alturas la casa había sido ocupada por completo por una absurda profusión de artículos de toda índole, haciendo casi imposible el acceso a espacios vitales como el baño o la cocina.  
Sin embargo, él parecía no caer en cuenta de la grave situación. Todo, absolutamente todo había sido literalmente invadido por montañas y montañas de basura o, como él prefería llamarlo, sus recuperaciones. Apenas si quedaban algunas pequeñas cavidades a manera de ventanas para deslizarse de una estancia a otra. El antiguo sillón, primer testigo de la debacle, servía a su vez de cama, sala y comedor y como la ducha había sido ocupada por columnas de diarios viejos, el señor Strauss había olvidado la costumbre del agua y el jabón. 

Esa noche, cuando pudo regresar por fin a la somera comodidad del sillón, luego de haber sorteado toda clase de obstáculos para servirse un poco de leche y de haber ahuyentado las ratas que convivían con él a sus anchas, sintió como si la casa hubiese sido arrancada de sus cimientos por una fuerza inconcebible: una brecha de casi un metro de ancho por cinco de profundidad dividió lo que antes fueron las áreas comunes, de las habitaciones. Hipnotizado, entreveía a través de la polvareda el correr de las ratas desorientadas que chocaban entre sí. Un segundo estruendo lo sumió en una oscuridad compacta. Desde fuera llegaban voces plañideras mezcladas con llanto de infantes y aullidos caninos. Se sintió mareado. Se aferró fuertemente al sillón tratando de sobreponerse al aturdimiento. Entonces permaneció allí, estremecido de frío e impotencia. 

Pero si la noche había sido trágica, la mañana que no esconde nada dejo ver el desastre en toda su magnitud. El señor Strauss lanzó un grito de angustia al ver que parte de su casa había desaparecido por entre la grieta que creció asombrosamente al amparo de la oscuridad. Se incorporó como pudo y se dirigió a la calle abarrotada de escombros. 
Para qué describir un paisaje tan escabroso. Basta con decir que el terremoto había arrasado la población a la que el sueño había hecho aún más vulnerable, y que los pocos sobrevivientes volcaban ahora toda sus esperanzas en los rescatistas y sabuesos. 

Pese a la desgracia, el señor Strauss ostentaba una felicidad insultante para quienes lo vieron escavar con uñas y dientes aquí y allá con tanta  insistencia y tenacidad. Lo vieron apartar, sin ningún asomo de vergüenza o respeto, extremidades humanas que se interponían entre él y algún objeto material de su agrado. Lo vieron llevar hasta su casa derruida, que irónicamente resultó menos afectada que las demás, muchas de las pertenencias de los difuntos. Lo oyeron decir, ya en el colmo del paroxismo, que aquello era un verdadero banquete. 

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Días después, el hijo del señor Strauss llegó al lugar casi desierto y se encontró con dos versiones sobre la muerte de su padre: una, que había fallecido sepultado por la basura acumulada en su casa y otra, que había salido ileso del terremoto, más no así del linchamiento.  

EL BANQUETE - (c) - MARISELLA ZAMORA

2 de enero de 2015

GRIS


Por Mary Zamora

Texto publicado en la Cuarta Edición de la Revista Túnel de Letras

Soy Bruno, a secas. Desconozco mi edad o fecha de nacimiento. Sé mi nombre porque he oído a otros pronunciarlo. Desde que tengo memoria soy  un poco ciego y sordo incapaz de comunicarme como no sea levantado una de mis cejas, lo cual, lejos de ser un gesto suplicante, más parece displicente. Tal vez por eso la gente huye de míEsta apariencia desgarbada, el olor a humedad antigua y la constante rasquiña en el cuerpo, les debe parecer repulsiva.  
Muchos se preguntaran al pasar por la esquina que habito porqué sigo aquí en medio de los escombros, aún después del accidente que consumió la casa  y con ella, sus años incalculables. ¿Saben? No fue accidental. Lo de la veladora alumbrando la paz inalterada del santo de yeso que cayó de la cómoda luego de ser embestida por el vendaval y que se tiene por versión oficial de los hechos, no es cierto. Pero eso a nadie le importa. Que toda una familia mísera de un barrio mísero muera a causa del humo o de las heridas provocadas por el fuego o bajo el peso recalcitrante de montones de escombros, a nadie le importa ya.  
Recuerdo que esa noche arrastré a Marcos y sus ocho años de peso escalera abajo, mientras mis pulmones se llenaban de humo, pero no despertaba. Lo dejé en mitad de la calle y regresé por Susana. Parecía una escultura al terror. La empujé, la zarandeé, le indiqué una posible salida, me paré frente a ella con toda la rabia de que era capaz, pero en vano. No reaccionó ni siquiera ante la viga de madera chamuscada que le quebró las piernas con la facilidad con que se quiebra un cristal. Aún veo en mis noches sus ojos enrojecidos, clavados en un punto donde los límites que impone mi ceguera parcial no me había permitido llegar: el desvalijado camastro, más inerme aún bajo el peso del techo y el polvo, y coronado de telarañas antiquísimas, donde sus otras dos criaturas ya eran cadáveres en trance de sueño, ajenos a todo.    
A Rufino lo encontraron después residentes del lugar a quienes el humo dio aviso. Dicen que seguramente estaba ebrio o drogado, o ambas cosas. Dicen que seguro no sintió nada. Dicen que de haber estado en sus cabales habría salvado a la familia. Dicen que había discutido fuertemente con Susana y luego de eso le había prendido “candela al rancho”. Dicen que era un buen tipo. Otros, que era un malandrín de poca monta. Yo solo digo que fue quien me recogió de una calle más miserable que esta y la primera persona en llamarme por un nombre: Bruno.  
En cuanto a Princesa, estaba seguro que aún vivía, que solo estaba extraviada entre la multitud y la prisa. Entonces recorría las calles día tras día mirando fijamente todos los ojos, con la esperanza de encontrar por fin sus ojos grises, a sabiendas de la molestia que implicaba para los demás sentirse observados así, tan descaradamente.  
El día en que la traje conmigo, Rufino me miró con un gesto de pícara aprobación y dijo en voz alta: “, Bruno anda de amores. Donde come uno, comen dos: bienvenida, Princesa”. Y se quedó. Y conocí algo de lo que siempre había escuchado hablar en abstracto: felicidad. Felicidad materializada en largos paseos, uno junto al otro, sin hablar, ya sea porque conocía mis limitaciones o quizá porque ella misma era incapaz de hacerlo, pero siempre comunicados por medio de la mirada, del olor, de las huellas que iba dejando uno en pos del otro.  
¡Princesaaa! Traté de gritar aquella noche nefasta, mientras buscaba su rastro en los escombros. Inútiles pulmones. Inútil garganta que no produce voz, sino apenas aullidos deformes. No pude hallarla y desde entonces por más vueltas que dé, me es imposible dormir tranquilamente.  
La primera vez que la vi fue en la plaza de mercado. Buscaba, igual que yo, algo para comer. De un negocio cercano sacaron un par de frutas descompuestas, mezcladas con trozos de pan seco. Un verdadero botín que cedí para ella. El hambre me laceraba el estómago, pero verla saciar su apetito agradecida, calmó todas mis hambres anteriores y futuras.  
Es obvio por qué continuaba allí: la esperabaElla siempre tuvo más facilidad para ubicarse en la noche y evadir los peligros de la otra ciudadla que vigilia con codicia el paso del transeúnte desprevenido. Hace un par de noches, sin embargo, la inquietud me impulsó a salir a buscarla, así, casi a ciegas, mojado de sudor y lluvia.   
 Deambulé inciertamente durante horas. Cuando sentía desfallecer, me tendía en el andén más próximo. De vez en vez, me colaba en algún establecimiento buscando algo qué beber, algo qué comer. De vez en vez, alguien me miraba con recelo y dejaba para mí unas sobras en la calle. Recobraba fuerzas. Continuaba. Avanzaba. Me desplomaba. Hasta entonces, no había caído en cuenta de lo viejo que seguramente soy. Como decía Rufino: “ya no estoy para esos trotes” 
Un grupo de personas, de esas que reclaman para sí el dominio de una ciudad que en el día los excluye, se había agolpado en una vía cercana, tal vez por la novedad efímera de un accidente. Los vi alejarse con gesto frustrado. Nada de valor qué rescatar, pensé. 
Cuando todos se hubieron marchado quise acercarme, por curiosidad nada más. Entonces, vi un caminito rojo mezclado con agua de lluvia, que iba a perderse en la alcantarilla y  sentí un olor demasiado conocido para mí… y sentí náuseas y vi que la lluvia conmovida había lavado las heridas de ese pequeño cuerpo y hacía resplandecer su pelo, entre negro y canoY vi los ojos grises tanto tiempo buscados, perderse en un punto del firmamento. Y sentí algo de lo que siempre había escuchado hablar en abstracto: impotencia.  
“¡Princesaaa!,  ladré entonces a la luna, a la luna pálida” y escuché por fin mi voz esquiva estrellarse contra el viento para luego perderse en su vacío gris.  


GRIS - (c) - MARISELLA ZAMORA