Por Mary Zamora
La
noche del desastre, el señor Strauss se sentía indispuesto. Difícilmente pudo
llegar al pequeño espacio que aún quedaba libre en el baño donde un espejo
amarillento le proyectó la imagen de alguien en extremo pálido y delgado, con
la piel manchada y poblada de caminitos prematuros.
Era
viudo desde hacía más de diez años y a raíz de aquella pérdida, su único hijo
se había radicado en el exterior, no sin antes suplicarle que se marchara con
él, a lo que el obstinado señor se había negado de forma contundente. El
abatido joven no tuvo otra alternativa que dejarlo allí y
depositar religiosamente el dinero para sus gastos mensuales.
Desde
entonces, y como sucedáneo inconsciente de la felicidad perdida, el señor
Strauss había comenzado a traer a su casa artículos que encontraba por la calle
y que habían sido catalogados por sus antiguos dueños como inservibles.
Inicialmente,
trajo un antiguo sillón con la convicción de que era posible repararlo. Luego
fueron llegando otras sillas y sillones con la tapicería hecha trizas,
porcelanas y jarrones rotos, muñecas descabezadas y toda suerte de juguetes
inútiles, todo ello considerado por él como “recuperable”. De más está decir que nunca refaccionó nada.
En
seguida llegó el turno a los periódicos, revistas y cajas de cartón. Por esos
días, las campañas en pro del reciclaje abundaban en los medios, así que el
señor Strauss sintió que estaba contribuyendo a salvar el planeta
peligrosamente amenazado. Obviamente no se le escaparon los recipientes y
empaques plásticos.
Durante
los primeros años de su aventura ecológica, el señor Strauss mantuvo de alguna
manera el control de la situación, pero con el tiempo, la obsesión por
almacenar más y más cosas se convirtió en un problema para los vecinos. Por
fuera, su casa parecía una más, pero al
no tener la precaución de limpiar ciertos recipientes, los roedores y moscas
merodeaban a su antojo el vecindario. Esta situación le valió no pocos
enfrentamientos que incluso lo llevaron
ante las autoridades. No obstante, logró salir siempre bien librado,
argumentando que dentro de los límites de su casa podía hacer lo que mejor le
viniera.
Los
años transcurrieron en ese estado de tensión. El señor Strauss iba una vez al
mes a retirar su dinero y comprar víveres, sin darse cuenta que compraba mucho
más de lo que consumía. A estas alturas la casa había sido ocupada por completo
por una absurda profusión de artículos de toda índole, haciendo casi imposible
el acceso a espacios vitales como el baño o la cocina.
Sin
embargo, él parecía no caer en cuenta de la grave situación. Todo,
absolutamente todo había sido literalmente invadido por montañas y montañas de
basura o, como él prefería llamarlo, sus recuperaciones. Apenas si quedaban
algunas pequeñas cavidades a manera de ventanas para deslizarse de una estancia
a otra. El antiguo sillón, primer testigo de la debacle, servía a su vez de
cama, sala y comedor y como la ducha había sido ocupada por columnas de diarios
viejos, el señor Strauss había olvidado la costumbre del agua y el jabón.
Esa
noche, cuando pudo regresar por fin a la somera comodidad del sillón, luego de
haber sorteado toda clase de obstáculos para servirse un poco de leche y de
haber ahuyentado las ratas que convivían con él a sus anchas, sintió como si la
casa hubiese sido arrancada de sus cimientos por una fuerza inconcebible: una
brecha de casi un metro de ancho por cinco de profundidad dividió lo que antes
fueron las áreas comunes, de las habitaciones. Hipnotizado, entreveía a través
de la polvareda el correr de las ratas desorientadas que chocaban entre sí. Un
segundo estruendo lo sumió en una oscuridad compacta. Desde fuera llegaban
voces plañideras mezcladas con llanto de infantes y aullidos caninos. Se sintió
mareado. Se aferró fuertemente al sillón tratando de sobreponerse al
aturdimiento. Entonces permaneció allí, estremecido de frío e impotencia.
Pero
si la noche había sido trágica, la mañana que no esconde nada dejo ver el
desastre en toda su magnitud. El señor Strauss lanzó un grito de angustia al
ver que parte de su casa había desaparecido por entre la grieta que creció
asombrosamente al amparo de la oscuridad. Se incorporó como pudo y se dirigió a
la calle abarrotada de escombros.
Para
qué describir un paisaje tan escabroso. Basta con decir que el terremoto había
arrasado la población a la que el sueño había hecho aún más vulnerable, y que
los pocos sobrevivientes volcaban ahora toda sus esperanzas en los rescatistas
y sabuesos.
Pese
a la desgracia, el señor Strauss ostentaba una felicidad insultante para
quienes lo vieron escavar con uñas y dientes aquí y allá con tanta insistencia y tenacidad. Lo vieron apartar,
sin ningún asomo de vergüenza o respeto, extremidades humanas que se
interponían entre él y algún objeto material de su agrado. Lo vieron llevar
hasta su casa derruida, que irónicamente resultó menos afectada que las demás,
muchas de las pertenencias de los difuntos. Lo oyeron decir, ya en el colmo del
paroxismo, que aquello era un verdadero banquete.
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Días
después, el hijo del señor Strauss llegó al lugar casi desierto y se encontró
con dos versiones sobre la muerte de su padre: una, que había fallecido
sepultado por la basura acumulada en su casa y otra, que había salido ileso del
terremoto, más no así del linchamiento.