Ella
era una chica dulce. Voz melindrosa y mirada más que soñadora, somnolienta.
Creía en el amor que había aprendido en innumerables novelas y por ende, soñaba
con encontrar algún día su Daniel
Alejandro, su Ricardo Francisco o
su Diego Fernando. No tuvo que
esperar demasiado. Una tarde, llegaron nuevos vecinos al barrio y entre ellos,
José Remigio. No era precisamente un nombre bello, pero podría lidiar con eso.
Tenía ese porte inconfundible de galán: siempre bien peinado, impecablemente
vestido, una ceja ligeramente levantada y un cierto aire de hombre de mundo.
La
chica dulce enloqueció de amor. José Remigio dejaba bajo su puerta insulsos
poemas todas las mañanas, antes de irse a trabajar. Como todo el caballero que era,
pidió permiso para visitarla y pretenderla. La casa se llenó entonces de flores
con tarjetas perfumadas ¡Flores y chocolates! ¡Flores y ridículos osos de
peluche que causaban rinitis! ¡El amor!
La
chica creyó morir el día que José Remigio le propuso matrimonio, aunque no fuera
al estilo de sus novelas favoritas. Le dijo simplemente: “deberíamos casarnos”; se sacó del bolsillo un sobrecito de manila y
se lo entregó. Ella, toda emocionada, quiso destaparlo, pero él tenía prisa, en
breve comenzaría la final de una copa. Una vez en su casa, nuestra inocente
chica tuvo que untar con aceite su virginal dedo, porque el anillo no era de su
número. Pero estaba feliz. ¡Por fin disfrutaría de las mieles del amor! ¡Por
fin ardería de pasión en los brazos de su amado!
Al
cabo de un par de meses se realizó la boda. Los padres tuvieron que hipotecar la
casa para darle a su hija la boda soñada. Ella, impaciente, no dejada de mirar
de soslayo a su esposo. Él, todo un experto, captó de inmediato la señal. Pero
la chica nada sabía de las urgencias masculinas siempre tan frustrantes para
una mujer. La coqueta lencería, comprada con tanto esmero, permaneció casi inalterada
bajo el vestido, que apenas sintió levantarse un poco. Quedó allí, sobre el
lecho, un poco asustada, un poco apenada, un poco arrepentida y con un ligero
ardor en la entrepierna. Él, un tanto agitado, en un gesto que a ella le
pareció incomprensible, se quitó la ropa, se dejó las medias, acomodó sus
almohadas y, como viera que ella no reaccionaba, la instó a hacer lo mismo. Luego
de unos minutos, José Remigio roncaba plácidamente.
Pero
nuestra chica no perdía las esperanzas, a pesar de que José Remigio hiciera uso
de ella tal como lo haría con el sanitario. Cuando supo que estaba embarazada,
creyó que por fin sería feliz. Nada más lejos de la realidad: vinieron las
desagradables náuseas y agrieras, el sueño permanente, el cansancio, la
deformidad del cuerpo, la picazón en el vientre y en los senos, en fin, todo un
sinnúmero de síntomas detestables. Todo ello, aunado a un José Remigio
displicente, que evadía volver temprano a casa y de quien se decía, andaba
correteando a la hija del dueño de la panadería de la esquina.
Para
resumir, diremos que el parto fue de lo menos dulce, pues se hizo necesario el
uso de fórceps. La crianza, en donde ella había fijado sus últimos anhelos de
felicidad, se le hizo tormentosa, pues desde muy pequeño, José Remigio decidió
que su hijo sería todo un varón, lo cual, como era de esperarse, lograría llenando
su cuarto de juguetes bélicos y balones de fútbol. Tan pronto tuvo edad, el joven
Bryan Ferley entró a formar parte de las barras bravas de un equipo local, bajo
la mirada complaciente de José Remigio y la mirada lacrimosa de su dulce madre.
Un par de años después, Bryan Ferley, pasado de tragos y otras sustancias,
salió del estadio frustrado por el resultado del partido y quiso vengarse,
colándose en Transmilenio, con tan mala suerte, que al intentar saltar la
baranda olvidó mirar a los lados.
¡Y ahí
estaba la dulce señora aferrada al ataúd! ¡Ahí estaba José Remigio, botella en
mano, vulgaridad en boca, culpando de todo a la pobre madre!
Entonces,
la chica que otrora fuera dulce, ya no supo de sí. Se resguardó en su
habitación, saliendo apenas para lo estrictamente necesario. De más está decir
que su galán se sentía con todo el derecho de exhibirse con su amante, a quien,
cosa rara, trataba con todo miramiento y delicadeza, tal como hubiera deseado
ser tratada nuestra infeliz chica dulce.
El
día en que se cumplía un año del fallecimiento de su hijo, la dolida madre
debió salir de casa. Quienes la vieron, coincidieron en que no era una mujer vieja,
sino envejecida y extremadamente obesa, como si el dolor del alma se tradujera en
kilos de más.
Le restaba
esperar la muerte liberadora y lo hizo, con total resignación y calma. Por
fortuna, ésta no tardó demasiado. A los pocos meses llegó, en forma de coma
diabético.