23 de febrero de 2014

Sport fashion


Por Soledad Cadena

Querida mujer que cumples religiosamente la cita dominical con tu salud, luciendo tus mejores galas deportivas; las gafas oscuras y la visera; las costosas zapatillas, no sé cómo decirte esto sin que te ofendas: qué ridícula. Y no lo digo por tu atuendo que envidio sinceramente, no, no creas eso: lo digo porque antes de salir gastaste más de media hora frente al espejo maquillándote y peinándote como si fueras para una fiesta de gala, pero con sudadera.

Y veo que procuras trotar, que haces tu mejor esfuerzo; llevas tu botellita de agua en la mano y tal vez llevas del lazo a tu perrito desesperado, impaciente. O tal vez montas una bicicleta al lado de tu amiga idéntica para ejercitar la lengua hablando de cosas triviales, para no aburrirte, para no estar sola. O tal vez prefieres caminar; así evitas sudar para que el maquillaje no se estropee.

Y me ves pasar cerca de ti, a 10 o 15 kilómetros por hora, sudorosa, jadeante, quemada, luciendo mis únicas y estropeadas prendas deportivas y pensarás a tu vez: “qué ridícula”, mientras en secreto te preguntas qué hago para estar tan delgada, sin darte cuenta de mi esfuerzo monumental para esconder la incipiente barriga que amenaza con descolgarse en cualquier momento. Y yo también te envidiaré, por haber  relegado la estética al atuendo y al maquillaje, porque te importa cinco que los pliegues de grasa se marquen en tu ceñida blusa de tiritas, porque seguramente llegarás a casa y almorzarás lo que se te venga en gana sin cuidar las calorías, sin reparar si hay más de una harina, sin tener en cuenta la ingesta de grasas. Y encima, no te dolerá en lo absoluto tomar Coca Cola o cualquier otra bebida saturada de azúcar.  

Entre tanto, yo seguiré trotando. Y mañana y todos los días seguiré haciendo mi mediocre rutina de 30 minutos para tonificar glúteos y piernas y por supuesto, abdominales. Muchas abdominales. Y así seguiremos odiándonos en secreto como solemos hacer las mujeres; siempre envidiando y criticando algo en la otra. Y seremos bellas, querida mujer, cada una a  su manera. Bellas y vanidosas. Tú en atención a tu atuendo y tu maquillaje y yo en atención a mi cuerpo.

Pero jamás seremos amigas. 

9 de febrero de 2014

Dipinto di blu

Anoche murió Pánfilo. Lo encontré tirado a eso de las 9, la cabeza contra el piso, ligeramente ladeado, como si hubiera caído desde arriba sobre uno de sus costados. Apenas si pude musitar su nombre estando allí, de rodillas junto a él, mirándole. La inundación subía por mi garganta tan velozmente como subía yo las escaleras para darle a mi familia la mala noticia. Miré a mi esposo unos segundos, los suficientes para que adivinara mi dolor, y a su pregunta respondí: “Pánfilo se murió”. Bajé de nuevo rápidamente, confiando en que tal vez estuviera equivocada. Quizá sólo dormía. No fui capaz de tocar el cadáver, de inspeccionarlo. ¿Y si continuaba con vida y no lo auxilié?
Mi esposo tardó un poco en bajar. El impacto de la noticia o la poderosísima fuerza de atracción del televisor se lo impidieron. Lo tomó con especial cuidado. Lo atrajo hacia sí. Era muy pequeño. Le preguntó en un arranque pueril, “¿porqué te moriste? ¿Qué te pasó Pánfilo?” Y cual si fuera un experto forense, comenzó a inspeccionar todo su cuerpecito, dictaminando que el deceso debió ocurrir hacia poco, pues aún estaba tibio. Incluso, dijo que parecía haberse atragantado con algo e intentó revivirlo. Yo apenas si podía mirar sus ojitos entornados y acariciar con uno de mis dedos mojados de llanto su frágil cabecita inerte.   
Entonces comprendí que no había nada qué hacer. Le pedí que se lo llevara fuera. Mañana veríamos dónde enterrarlo. Mi hija observaba más bien con curiosidad. Intentó consolarme como se hiciera con un niño que no comprende el significado de la muerte. Tal era mi afectación.  
Recordé el día de su llegada. Recordé que rogaba que no se muriera casi de inmediato como me había pasado con los demás. Por fortuna él resultó ser más fuerte. Al poco tiempo llegó Josefita para acompañarlo. Verlos juntos era un verdadero placer: sus mimos, sus peleas, sus arrumacos, la forma en que Pánfilo la perseguía o esa manera tan suya de hacerle saber que él era quien mandaba. ¡Y ni qué decir de sus piruetas amatorias! Al principio era muy torpe y Josefina se desesperaba, le reñía, se alejaba. Pero al paso de los días, luego de mucha paciencia y práctica, se hizo todo un experto. Recordé su dispersa alegría. Recordé también su aire melancólico. Ya no pude recordar más…las lágrimas inundan los recuerdos.
Esta mañana Josefita estuvo muy triste durante unas horas. No quería comer. Miraba con sus enormes ojos negros en silencio, sin inmutarse, el lugar vació donde viera por última vez a Pánfilo.
Sé que no les importa; sé qué pensarán que exagero, pero anoche murió Pánfilo, mi bellísimo periquito azul y estoy triste.



1 de febrero de 2014

Revisa tus niveles de azúcar

Ella era una chica dulce. Voz melindrosa y mirada más que soñadora, somnolienta. Creía en el amor que había aprendido en innumerables novelas y por ende, soñaba con encontrar algún día su Daniel Alejandro, su Ricardo Francisco o su Diego Fernando. No tuvo que esperar demasiado. Una tarde, llegaron nuevos vecinos al barrio y entre ellos, José Remigio. No era precisamente un nombre bello, pero podría lidiar con eso. Tenía ese porte inconfundible de galán: siempre bien peinado, impecablemente vestido, una ceja ligeramente levantada y un cierto aire de hombre de mundo.
La chica dulce enloqueció de amor. José Remigio dejaba bajo su puerta insulsos poemas todas las mañanas, antes de irse a trabajar. Como todo el caballero que era, pidió permiso para visitarla y pretenderla. La casa se llenó entonces de flores con tarjetas perfumadas ¡Flores y chocolates! ¡Flores y ridículos osos de peluche que causaban rinitis! ¡El amor!
La chica creyó morir el día que José Remigio le propuso matrimonio, aunque no fuera al estilo de sus novelas favoritas. Le dijo simplemente: “deberíamos casarnos”; se sacó del bolsillo un sobrecito de manila y se lo entregó. Ella, toda emocionada, quiso destaparlo, pero él tenía prisa, en breve comenzaría la final de una copa. Una vez en su casa, nuestra inocente chica tuvo que untar con aceite su virginal dedo, porque el anillo no era de su número. Pero estaba feliz. ¡Por fin disfrutaría de las mieles del amor! ¡Por fin ardería de pasión en los brazos de su amado!
Al cabo de un par de meses se realizó la boda. Los padres tuvieron que hipotecar la casa para darle a su hija la boda soñada. Ella, impaciente, no dejada de mirar de soslayo a su esposo. Él, todo un experto, captó de inmediato la señal. Pero la chica nada sabía de las urgencias masculinas siempre tan frustrantes para una mujer. La coqueta lencería, comprada con tanto esmero, permaneció casi inalterada bajo el vestido, que apenas sintió levantarse un poco. Quedó allí, sobre el lecho, un poco asustada, un poco apenada, un poco arrepentida y con un ligero ardor en la entrepierna. Él, un tanto agitado, en un gesto que a ella le pareció incomprensible, se quitó la ropa, se dejó las medias, acomodó sus almohadas y, como viera que ella no reaccionaba, la instó a hacer lo mismo. Luego de unos minutos, José Remigio roncaba plácidamente.
Pero nuestra chica no perdía las esperanzas, a pesar de que José Remigio hiciera uso de ella tal como lo haría con el sanitario. Cuando supo que estaba embarazada, creyó que por fin sería feliz. Nada más lejos de la realidad: vinieron las desagradables náuseas y agrieras, el sueño permanente, el cansancio, la deformidad del cuerpo, la picazón en el vientre y en los senos, en fin, todo un sinnúmero de síntomas detestables. Todo ello, aunado a un José Remigio displicente, que evadía volver temprano a casa y de quien se decía, andaba correteando a la hija del dueño de la panadería de la esquina.
Para resumir, diremos que el parto fue de lo menos dulce, pues se hizo necesario el uso de fórceps. La crianza, en donde ella había fijado sus últimos anhelos de felicidad, se le hizo tormentosa, pues desde muy pequeño, José Remigio decidió que su hijo sería todo un varón, lo cual, como era de esperarse, lograría llenando su cuarto de juguetes bélicos y balones de fútbol. Tan pronto tuvo edad, el joven Bryan Ferley entró a formar parte de las barras bravas de un equipo local, bajo la mirada complaciente de José Remigio y la mirada lacrimosa de su dulce madre. Un par de años después, Bryan Ferley, pasado de tragos y otras sustancias, salió del estadio frustrado por el resultado del partido y quiso vengarse, colándose en Transmilenio, con tan mala suerte, que al intentar saltar la baranda olvidó mirar a los lados.   
¡Y ahí estaba la dulce señora aferrada al ataúd! ¡Ahí estaba José Remigio, botella en mano, vulgaridad en boca, culpando de todo a la pobre madre!
Entonces, la chica que otrora fuera dulce, ya no supo de sí. Se resguardó en su habitación, saliendo apenas para lo estrictamente necesario. De más está decir que su galán se sentía con todo el derecho de exhibirse con su amante, a quien, cosa rara, trataba con todo miramiento y delicadeza, tal como hubiera deseado ser tratada nuestra infeliz chica dulce.
El día en que se cumplía un año del fallecimiento de su hijo, la dolida madre debió salir de casa. Quienes la vieron, coincidieron en que no era una mujer vieja, sino envejecida y extremadamente obesa, como si el dolor del alma se tradujera en kilos de más.   
Le restaba esperar la muerte liberadora y lo hizo, con total resignación y calma. Por fortuna, ésta no tardó demasiado. A los pocos meses llegó, en forma de coma diabético.