Por Mary Zamora
Estuvo dando vueltas toda la noche, y apenas si pudo dormitar un poco entrada la mañana. Tomó su desayuno maquinalmente, más por costumbre que por hambre. Después intentó rezar, pero las oraciones de infancia se habían borrado por completo, así que sólo pudo articular un tembloroso “Dios mío”. Después, como si se tratara de la gran novedad, contó una vez más los ladrillos de la celda: eran 972. Al palparlos, la memoria de sus manos infames los transformó en una piel tersa, como los melocotones que su madre le había traído la semana pasada. Pensó en ella con una mezcla de odio y conmiseración. Pensó en sus ojos cansados, sus manos ajadas y aquel olor rancio que no la abandonaba jamás y sintió que un torrente de pan y huevos le invadía la garganta y no pudo hacer más que dejarlo salir. “Lástima”, se dijo.
Estuvo dando vueltas toda la noche, y apenas si pudo dormitar un poco entrada la mañana. Tomó su desayuno maquinalmente, más por costumbre que por hambre. Después intentó rezar, pero las oraciones de infancia se habían borrado por completo, así que sólo pudo articular un tembloroso “Dios mío”. Después, como si se tratara de la gran novedad, contó una vez más los ladrillos de la celda: eran 972. Al palparlos, la memoria de sus manos infames los transformó en una piel tersa, como los melocotones que su madre le había traído la semana pasada. Pensó en ella con una mezcla de odio y conmiseración. Pensó en sus ojos cansados, sus manos ajadas y aquel olor rancio que no la abandonaba jamás y sintió que un torrente de pan y huevos le invadía la garganta y no pudo hacer más que dejarlo salir. “Lástima”, se dijo.
Estaba
programado para las once de la mañana pero aún así le pareció que el guardia,
quien entró tapándose la nariz con el brazo izquierdo, había llegado muy
pronto:
-
Es
hora - dijo éste.
-
¿Las
once?
-
Sí.
Y se
dispuso a leer la orden, una mera formalidad. Los enfermeros, escoltados por
otros dos guardias, ingresaron a su vez, haciendo gestos de desagrado. En ese
preciso instante descubrió que el miedo es como una ducha de agua fría que le asaltaba
por la espalda inesperadamente. Entretanto, alguien había rodeado sus tobillos
y muñecas con esposas.
-
Póngase
de pie, por favor,
-
Quiero
hablar con mi abogada
-
No
lo complique y póngase de pie. Debemos irnos.
Se
incorporó torpemente: desconocía esas piernas blandas. De una celda próxima le
llovieron escupitajos y blasfemias pero él parecía no estar ahí. De hecho, había
retrocedido cinco años para llegar de nuevo al sótano y observarme en silencio
mientras yo intentaba desatarme.
Fue
guiado por el pasillo hasta la cámara de ejecución; una vez allí, le ordenaron
subir a la camilla. El crujir de las ruedas por la contundencia de su peso lo
trajo al presente. Ahora el miedo tenía la forma de un ejército de vellos
diminutos que amenazaban con desprenderse de la piel. Alguien le había quitado
las esposas y las había reemplazado por fuertes correas que ataban a la fría
camilla sus muñecas y tobillos. Entonces regresó al sótano para escucharme
suplicar, pero la punzada de la aguja en sus brazos le recordó lo que estaba
pasando: le quedaban 17 minutos de vida.
11:00 a.m. Intentó mover su cuerpo, pero sólo
la cabeza libre de amarres atendió la orden. A su derecha, el reluciente blanco
de las paredes le hería los ojos. A su izquierda, un gran espejo proyectaba su
figura ahora indefensa, reducida. Sabe que tras el espejo mi familia y tal vez
la suya le observan con atención. Mira fijamente sus propios ojos reflejados y
ya de nuevo en el sótano vuelve a sentir mi forcejeo frenético y mis dientes
hincados en la mano con la que pretendía acallar mis gritos. Entonces grita también y
ahora el miedo tiene forma de agua hirviendo que sale de sus ojos
indiscriminadamente, bañándole el rostro y el cuello.
-
¿Quiere
hacer una declaración final?
-
¿Ah?
-
Que
si desea hacer una declaración final
Váyase a la mierda,
dice, y entre tanto, un enfermero desliza velozmente una cortina
en la que no se había fijado hasta entonces y que cuelga de un tubo incrustado
en el techo.
11:03
a.m. Para entonces, otro de los enfermeros al amparo de la cortina, le
administra la primera dosis de su pena capital en una inyección de tiopental
sódico. Siente vértigo: la cortina persigue al espejo o el espejo a la cortina
y al cerrar los ojos encuentra la imagen de mi desnudez asustada y no puede
evitar la mueca sarcástica que le tuerce la boca, antes de desvanecerse.
Tras
el gran espejo el ambiente es tenso: las mujeres murmuran plegarias mientras alguien
se queja por lo prolongado del proceso. Cuando vuelve en sí, se siente por
escasos segundos increíblemente bien, pero desde fuera ya le han inyectado el
bromuro de pancuronio y todos sus músculos comienzan a experimentar espasmos.
Es como si una legión de hormigas desfilara por ellos. Respira con dificultad y
ahora el miedo toma la forma de su nariz o su diafragma que no responden. Un
líquido tibio le ha pegado el pantalón a la piel a la altura de la entrepierna.
Recuerda que está siendo observado y siente vergüenza. Trata de decir algo,
pero es como si todos sus músculos hubieran desaparecido.
11:
08 a.m. Está flotando; enjambres de abejas anidaron en sus oídos. El sudor y
las lágrimas se mezclan profusamente sobre su cara y la intermitencia
descontrolada de sus párpados le hace pensar que tienen vida propia. Piensa en
Dios y en su madre y en toda su familia y recuerda los años de infancia y los
de adolescencia y a esa primera chica de la que jamás supo el nombre, y siente
como si cargara un ancla amarrada a los pulmones y el pánico es tan grande que
sus extremidades se contraen violentamente pero él no lo nota. Y siente que una
saliva espesa sale de su boca, más es incapaz de cerrarla. Y piensa en mí y
recuerda cómo me llevó hasta ese sótano y apenas ahora experimenta clemencia,
la misma que cree estar pidiendo a gritos para él sin darse cuenta de que todos
sus esfuerzos son mentales.
11:15
a.m. Al otro lado de la cortina los enfermeros le administran la última dosis
de ajusticiamiento: el cloruro de potasio. El ardor al interior de su cuerpo es
insoportable. En el rostro, un pálido color azul ha hecho presencia. “¡Un poco más de anestésico, por favor!”,
pero nadie lo escucha. Ni aún él mismo se escucha. El monitor cardíaco indica a
los enfermeros que el corazón ha dejado de latir.
-
¿Hora
del deceso?, pregunta uno de ellos.
-
11:17
a.m.
Para
entonces soy luz, soy energía, y me integro a la línea continua del monitor,
descubriendo que allí también murió mi miedo pues ha diferencia mía, él jamás
saldrá de su tumba.
17 Minutos -
(c) -
MARISELLA ZAMORA