16 de octubre de 2014

17 Minutos

Por Mary Zamora

Estuvo dando vueltas toda la noche, y apenas si pudo dormitar un poco entrada la mañana. Tomó su desayuno maquinalmente, más por costumbre que por hambre. Después intentó rezar, pero las oraciones de infancia se habían borrado por completo, así que sólo pudo articular un tembloroso “Dios mío”. Después, como si se tratara de la gran novedad, contó una vez más los ladrillos de la celda: eran 972. Al palparlos, la memoria de sus manos infames los transformó en una piel tersa, como los melocotones que su madre le había traído la semana pasada. Pensó en ella con una mezcla de odio y conmiseración. Pensó en sus ojos cansados, sus manos ajadas y aquel olor rancio que no la abandonaba jamás y sintió que un torrente de pan y huevos le invadía la garganta y no pudo hacer más que dejarlo salir. “Lástima”, se dijo.
Estaba programado para las once de la mañana pero aún así le pareció que el guardia, quien entró tapándose la nariz con el brazo izquierdo, había llegado muy pronto:
-          Es hora  - dijo éste.
-          ¿Las once?
-          Sí.
Y se dispuso a leer la orden, una mera formalidad. Los enfermeros, escoltados por otros dos guardias, ingresaron a su vez, haciendo gestos de desagrado. En ese preciso instante descubrió que el miedo es como una ducha de agua fría que le asaltaba por la espalda inesperadamente. Entretanto, alguien había rodeado sus tobillos y muñecas con esposas.
-          Póngase de pie, por favor,
-          Quiero hablar con mi abogada
-          No lo complique y póngase de pie. Debemos irnos.
Se incorporó torpemente: desconocía esas piernas blandas. De una celda próxima le llovieron escupitajos y blasfemias pero él parecía no estar ahí. De hecho, había retrocedido cinco años para llegar de nuevo al sótano y observarme en silencio mientras yo intentaba desatarme. 
Fue guiado por el pasillo hasta la cámara de ejecución; una vez allí, le ordenaron subir a la camilla. El crujir de las ruedas por la contundencia de su peso lo trajo al presente. Ahora el miedo tenía la forma de un ejército de vellos diminutos que amenazaban con desprenderse de la piel. Alguien le había quitado las esposas y las había reemplazado por fuertes correas que ataban a la fría camilla sus muñecas y tobillos. Entonces regresó al sótano para escucharme suplicar, pero la punzada de la aguja en sus brazos le recordó lo que estaba pasando: le quedaban 17 minutos de vida.
 11:00 a.m. Intentó mover su cuerpo, pero sólo la cabeza libre de amarres atendió la orden. A su derecha, el reluciente blanco de las paredes le hería los ojos. A su izquierda, un gran espejo proyectaba su figura ahora indefensa, reducida. Sabe que tras el espejo mi familia y tal vez la suya le observan con atención. Mira fijamente sus propios ojos reflejados y ya de nuevo en el sótano vuelve a sentir mi forcejeo frenético y mis dientes hincados en la mano con la que pretendía  acallar mis gritos. Entonces grita también y ahora el miedo tiene forma de agua hirviendo que sale de sus ojos indiscriminadamente, bañándole el rostro y el cuello. 
-          ¿Quiere hacer una declaración final?
-          ¿Ah?
-          Que si desea hacer una declaración final
Váyase a la mierda, dice,  y entre tanto,  un enfermero desliza velozmente una cortina en la que no se había fijado hasta entonces y que cuelga de un tubo incrustado en el techo.
11:03 a.m. Para entonces, otro de los enfermeros al amparo de la cortina, le administra la primera dosis de su pena capital en una inyección de tiopental sódico. Siente vértigo: la cortina persigue al espejo o el espejo a la cortina y al cerrar los ojos encuentra la imagen de mi desnudez asustada y no puede evitar la mueca sarcástica que le tuerce la boca, antes de desvanecerse.
Tras el gran espejo el ambiente es tenso: las mujeres murmuran plegarias mientras alguien se queja por lo prolongado del proceso. Cuando vuelve en sí, se siente por escasos segundos increíblemente bien, pero desde fuera ya le han inyectado el bromuro de pancuronio y todos sus músculos comienzan a experimentar espasmos. Es como si una legión de hormigas desfilara por ellos. Respira con dificultad y ahora el miedo toma la forma de su nariz o su diafragma que no responden. Un líquido tibio le ha pegado el pantalón a la piel a la altura de la entrepierna. Recuerda que está siendo observado y siente vergüenza. Trata de decir algo, pero es como si todos sus músculos hubieran desaparecido.
11: 08 a.m. Está flotando; enjambres de abejas anidaron en sus oídos. El sudor y las lágrimas se mezclan profusamente sobre su cara y la intermitencia descontrolada de sus párpados le hace pensar que tienen vida propia. Piensa en Dios y en su madre y en toda su familia y recuerda los años de infancia y los de adolescencia y a esa primera chica de la que jamás supo el nombre, y siente como si cargara un ancla amarrada a los pulmones y el pánico es tan grande que sus extremidades se contraen violentamente pero él no lo nota. Y siente que una saliva espesa sale de su boca, más es incapaz de cerrarla. Y piensa en mí y recuerda cómo me llevó hasta ese sótano y apenas ahora experimenta clemencia, la misma que cree estar pidiendo a gritos para él sin darse cuenta de que todos sus esfuerzos son mentales.
11:15 a.m. Al otro lado de la cortina los enfermeros le administran la última dosis de ajusticiamiento: el cloruro de potasio. El ardor al interior de su cuerpo es insoportable. En el rostro, un pálido color azul ha hecho presencia. “¡Un poco más de anestésico, por favor!”, pero nadie lo escucha. Ni aún él mismo se escucha. El monitor cardíaco indica a los enfermeros que el corazón ha dejado de latir.
-          ¿Hora del deceso?, pregunta uno de ellos.
-          11:17 a.m.

Para entonces soy luz, soy energía, y me integro a la línea continua del monitor, descubriendo que allí también murió mi miedo pues ha diferencia mía, él jamás saldrá de su tumba. 
17 Minutos - (c) - MARISELLA ZAMORA