Por Mary Zamora
Camino por kilómetros de horas bebiendo la serranía lejana que ofrece sus formas lujuriosas a la espera de un seísmo de amor. La noche, esa acumulación de todas nuestras sombras, recoge presurosa sus vestidos para morir a tiempo en un amanecer.
Y escucho el grito de las montañas encorvadas por el peso del concreto: parecen
exhalar un último lamento de rocas, de tierra suelta y agua; exhiben su piel
surcada de cicatrices y llagas. ¡Gigantes indefensas, milenarias y sabias! Con
sus sueños de barro se oponen al exterminio y resisten, resisten las montañas.
Un
cielo líquido ha hecho catarsis desde antes del alba. Perezosamente junta los
suspiros de niebla con que intentó cubrir tanta desnudez dilapidada. Conjura
sus miedos esparciendo granizo, restos de estrellas moribundas, como aquellas que
atizan el fuego en los volcanes.
…y
el viento, ese triste soberano de la palabra muerta, sacude de frío un bosquecillo,
antaño poblado de cabellos verdes. Hoy, sus árboles lloran lágrimas secas; se
inclinan pudorosos de su desnudez, tratando de retener los últimos vestigios de
primavera, exánimes, temblorosos. Algunos más, en intrincado abrazo abovedado
sobre la carretera, desfallecen de calor por la inclemencia de las nubes con sus
sombras abochornadas.
En
lontananza, el sol sediento de amor por un mar adolescente, inicia su juego de
luces y sombras; cede a la tentación y baña en él sus barbas vivas como sangre
eléctrica en un segundo eterno de ebriedad. Pequeñas balsas asisten en silencio
a tal prodigio y su invisible avance semeja una caricia a los pliegues
ruborosos del venturoso mar.
…el
cielo ostenta una corona de aves oscuras que parecen ir en busca de algún
olvidado arcoíris, más solo consiguen arrastrar en sus alas las últimas gotas
de un apretón de nubes con las que intentan provocar un nuevo aguacero. Las más
afortunadas dejaron tras de sí una lánguida estela de marrones y rojos que claudican
al poco tiempo.
Mis
ojos avanzan con lentitud nocturna; algunas candilejas precoces dan cuenta de
la inminencia de la pobre gran ciudad, de la paupérrima gran urbe que arrinconó
el verde; minutos después, ruidos informes, colosos de hormigón y millones de luces
que titilan invasivas visten de ignominia un gran tajo de tierra y entonces
añoro regresar. Regresar para yacer con la virgen. Con la tierra desnuda.