15 de febrero de 2022

¿Y qué hace un politólogo?

 Se permitió que se estancara la economía de muchos países, la tierra quedó sin cultivar, no se proporcionó el equipo necesario, se impidió el acceso al trabajo a grandes grupos de la población y se les mantuvo apenas con vida y a merced de la caridad del Estado.

1984, Orwell


     Hace algunos días leí un trino en el que alguien se preguntaba justamente lo mismo y no pude evitar sentirme aludida. Leí los comentarios, todos negativos como era de esperarse ya que la gente asume que un politólogo es un político, y luego de intentar un par de respuestas grandilocuentes para exaltar mi carrera, me decanté por un único verbo: entender. Suena a poca cosa si se le mira desde la efímera perspectiva de las redes sociales, pero esconde la profundidad de todo aquello que parece simple. 

     Y es que entender implica, como reza el diccionario, “descubrir el sentido profundo de algo”. Así, un politólogo entiende, por ejemplo, que la más genuina expresión de la democracia directa está en las gentes que salen a las calles y se reúnen y marchan y protestan y exigen, y aunque tal vez no saben que se llaman constituyente primario, están actuando como tal. Para un politólogo, un trabajador por prestación de servicios que se queja porque debe asumir toda la carga económica de su seguridad social le está dando apenas una pequeña muestra de la otra cara de la globalización: la precarización laboral producto de la implementación de políticas neoliberales que favorecen la acumulación de capital, en detrimento de los derechos de los trabajadores. 


     Al politólogo, al menos al que se piensa los problemas de Colombia, le es dado entender que las actuales violencias que padece el país tienen raíces profundas en las violencias que padeció antaño, y que a su vez esas violencias centenarias se originaron en los tiempos de la mismísima conformación del país como Estado-nación, ya que éste se cimentó sobre la base burocrática colonial, y sobre la base epistémica eurocéntrica, blanca, católica y masculina. Esta agresiva forma de silenciar lo plural, lo ya existente, lo femenino, lo diverso, intentando uniformar todo bajo un manto de pretendida civilidad, puede ayudarnos a entender la razón del servilismo para con unos y el desprecio para con otros que exhiben con frecuencia tanto mandatarios como ciudadanos, con todo y lo que estas actitudes desencadenan a todo nivel. 

     Así mismo, el politólogo que se piensa las problemáticas de América Latina debe estar en capacidad de entender que conceptos como “desarrollo” no pueden seguir siendo dogmas en estos territorios, puesto que fueron establecidos con base en dinámicas económicas de la modernidad, a partir de las cuales unos cuantos tomaron mucho más para sí de lo que la poderosa mano invisible les hubiera otorgado. Entender que existe un patrón de dominación que se originó con la invasión colonialista, e identificar las múltiples formas en que se ha naturalizado esa relación de poder y dominio sobre América Latina y sobre el Sur Global, es indispensable para construir procesos emancipatorios realizables, sostenibles, participativos y colectivos. La construcción de esas alternativas que permitan resolver los problemas reales de las sociedades latinoamericanas no tiene por qué ser diametralmente opuesta a la forma de organización socio-económica que supone el capitalismo, por el contrario: el mérito está en ser capaces de tomar aquello que sirva, y construir con esos materiales un nuevo edificio, uno propio. 

     Ahora bien, es cierto que un politólogo no puede conformarse con el idílico mundo de las ideas, ni con el acartonado mundo de los papers, o el de los herméticos eventos académicos alejados de la praxis. Creo sinceramente que un politólogo tampoco puede casarse con una ideología por más que se sienta identificado con ella porque si lo hace estaría participando del intento de silenciar lo plural, de desconocerlo, de invisibilizarlo, y de sobra sabemos que el silencio no es, necesariamente, sinónimo de paz. En Colombia, por ejemplo, el silencio que pactaron los determinadores de La Violencia y que luego vistieron con los ropajes del Frente Nacional no trajo paz a las víctimas, ni a sus hijos ni a sus nietos, y sí desencadenó nuevas y dolorosas violencias en campos y ciudades. Hoy por hoy, un politólogo entiende que todas esas violencias en gran medida se han nutrido de lo mismo: exclusión. 

     Resulta claro entonces que entender no es suficiente, pero sí se constituye en impulso vital para un politólogo, en formación o en ejercicio. Es la piedra angular que sustenta las acciones futuras. Construir una propuesta alternativa de desarrollo para un determinado territorio, por ejemplo, pasa necesariamente por entender las dinámicas sociales, políticas, económicas, culturales, medioambientales etc., de ése territorio, pero también por entender que el conocimiento empírico que los pobladores han venido adquiriendo a fuerza de experiencia no se desecha aunque parezca poca cosa si se le mira desde la efímera perspectiva de las redes sociales, o desde la muchas veces arrogante perspectiva de la academia.

10 de abril de 2021

La carrera

 Por Mary Zamora


No supe de dónde salió. Lo vi venir por la mitad de la calle a unos pocos metros de mí, así que no intenté cambiarme de acera. Apuré el paso. Él aceleró también. “Este me va a robar”, pensé, e instintivamente apreté el bolso contra mi cuerpo. Lamenté no haber sacado antes el manojo de llaves, pero ya era tarde. Estaba frente a mí:

— ¡Suéltelo!

— ¡No!

— ¡Que lo suelte!

— ¡No!

Ambos nos aferrábamos con fuerza al bolso. El tipo no llevaba armas, o al menos no vi ninguna, así como tampoco pude ver su cara, apenas su cabeza grande, como una rémora adherida a mi bolso, forcejeando. Se fijó en el paquete que, desprotegido, colgaba de mi brazo derecho. Sentí el quemonazo del plástico en la piel cuando me lo arrancó.

— ¡Puta!—, me gritó, y la luz escasa de la calle me mostró un instante sus ojos. Me pareció joven pero demacrado. Empezó a correr. Yo corrí tras él. Una, dos, tres cuadras quizá.

— ¡Cójanlo!—, grité, y de inmediato me sentí tonta porque sabía que nadie me ayudaría a detenerlo, y que no lo alcanzaría. Desistí. Las piernas me temblaban. Un tacón se había partido, así que me quité los zapatos y caminé descalza, despacio, sintiendo la fría rusticidad del pavimento en mis pies. Para entonces las pantimedias también estarían rotas, y la falda, mucho más arriba de lo normal. La acomodé, con pudor. Dos hombres parados en la puerta de una tiendecita daban muestras de su reciente embriaguez. Algo me dijeron, pero no lo escuché, reconfortada como estaba por la brisa nocturna que me devolvía el aliento perdido en la carrera, y me secaba el sudor de la cara. Pensé en el ladrón y en su ridículo botín. ¿Dónde iría? Ya habría dejado de correr también, seguro de su ventaja y al amparo de la soledad de un barrio tan al sur del sur de la ciudad, que bien podría no ser real. ¿Ya habría abierto la bolsa? Claro que sí. Lo imaginé sentado en un andén, mirando aquí y allá con prevención, antes de descubrir el contenido del paquete hurtado. Era una noche despejada de algún mes incierto del año 2000. No pude evitar reír. Cuando se es joven también se es propenso a la risa. ¡Qué tontería correr tras un ladrón para recuperar una bolsa con ropa vieja!